Un padre, un hombre
“Un buen padre vale por cien maestros” (Jean Jacques Rousseau)
Andaría por los veintitrés. Me habían dado
trabajo como médico residente en la
Unidad de Cuidados Intensivos de la Residencia Sanitaria
de Castellón. Allí conocí otro joven médico que me invitó a comer a su casa,
que compartía con su joven esposa y un hijo de ambos que ya caminaba sin ayuda.
Encima de una pequeña mesa camilla había un tintero lleno de tinta azul. El
niño le dio un manotazo y el tintero cayó al suelo sin romperse. La reacción
del padre fue colocarlo de nuevo donde estaba antes, sin reprenderlo. Y el niño
volvió a tirarlo, pero esta vez se rompió en la alfombra, quedando toda ella coloreada
de azul obscuro. No pude evitar decirle a mi compañero médico que me extrañaba
su comportamiento, por no haberle reñido al niño la primera vez que lo tiró. Me
explicó que eso era lo que había que hacer con los niños. Que no había que
reprenderlos sino esperar a que ellos mismos se dieran cuenta que estaba mal lo
que habían hecho, o algo parecido. Y me mostró un libro que estaba leyendo
sobre la educación de los hijos, y que recomendaba como instruirlos.
Creo que en ese momento recordé a mi padre,
y si no lo hice lo recuerdo ahora. Tenía un año cuando él tuvo que emigrar a
Uruguay. Embarcó en Vigo y el viaje en barco hasta el puerto de Montevideo creo
que duró más de un mes. Fui con mi madre y otros familiares a esperarlo,
también a Vigo, cuando regresó de aquel país. Sabía que era mi padre porque mi
madre me había dicho que lo era, y que volvía después de haber trabajado muy duro en aquel país sudamericano.
No sé cuánto tiempo después, un día, al
mediodía, me dijo que fuera al comercio por una botella de vino. No le obedecí
y me dio un cachete. Siempre dije que aquel cachete me había sentado fenomenal,
que fue una de las cosas que más me influyó para bien en mi vida. De verdad.
Porque mi madre me los dio más veces, pero ninguno me hizo tanto bien como
aquel. Seguro que él no había tenido tiempo de leer un libro sobre cómo educar
a los hijos mientras trabajó en aquel país sudamericano, pero no le hizo falta,
porque me educó (creo que bien) con su bondad y extraordinario buen ejemplo.
Aunque estoy de acuerdo que para educar un niño hace falta toda la tribu -el
pueblo entero- como dice un proverbio africano, la parte de mi educación que le
correspondió a él la desempeñó fenomenalmente.
Pocos años después se puso de moda, por
otros educadores o escritores, que los padres tenían que ser como amigos para
los hijos, y que debían salir con ellos a los lugares de diversión, como si fueran
un compañero más. Mi padre nunca fue mi amigo, ni yo quería que lo fuese. Fue
mi padre, como yo quería que fuese.
Me alegré mucho cuando años después Indro
Montanelli me daba la razón en un artículo maravilloso, escrito o reproducido
en La Voz de
Galicia. Decía que no estaba de acuerdo con esta moda educadora. Que el padre
debía ser padre, no amigo. Y ponía un ejemplo. Si el padre acompaña a su hijo a
los lugares de diversión, a las discotecas por ejemplo, cuando el hijo es joven
puede incluso gustarle ese proceder de su padre, pero cuando se haga mayor, si
tiene la cabeza bien amueblada, aquel comportamiento lo juzgará de forma
distinta y no muy buena probablemente.
Siempre lo recuerdo trabajando. Se
levantaba muy temprano para ver cómo estaba la mar, y tenía que hacer muy mal
tiempo para que se quedara en casa sin acercarse al puerto. Aunque la mar
estuviese brava, podía tornarse en calma, decía, para salir a pescar con los
otros marineros en su pequeño barco de bajura.
En los inviernos, cuando ya estudiaba en
Santiago, pasaba las vacaciones de Navidad en casa de mis padres. Los días de
mal tiempo, casi todos por esas fechas, él remendaba las redes por la tarde
hasta bien entrada la noche en la cocina de casa, donde una cocina de leña
calentaba la estancia y hacía más tolerable la fría y desagradable humedad.
Los mariscos y pescados que capturaba con
las redes y las nasas había que venderlos para que yo pudiese estudiar, pero casi
todos los días que salía a pescar me traía algún buen pescado o marisco porque
sabía lo mucho que me gustaban.
Hablaba poco. Nunca le oí lamentarse,
tampoco hablar mal de nadie, y nunca me conversó de política. Sólo me dijo una
vez que en la República
a los marineros más vagos les iba mejor, porque cuando iban a pescar sardinas
se cansaban pronto, llegaban a puerto antes y podían vender todas las que
habían capturado, y él y sus primos llegaban con el barco lleno de sardinas por
la mañana y muchas veces tenían que regalarlas o tirarlas al mar porque ya no
había compradores.
Solo pocos años antes de morir me contó que
cuando tenía cinco años se marchó por la noche de casa de su padre a la de su
tío, un hermano de su padre. Se había muerto su madre y su padre se había
casado de nuevo. En casa de su tío se quedó hasta que se casó con mi madre. Y a
los diez años empezó a trabajar de marinero con sus primos, en el barco que su
tío tenía en el puerto de El Pindo.
No he conocido hombre casado tan enamorado,
hasta que se murió, de su mujer. Sus últimos años estaba casi todo el día unido
a un concentrador que le suministraba oxígeno, y aún así hacía la comida para
él y para mi madre, que ya tenía demencia senil.
Pero no solo veneraba a su mujer. También
adoraba a sus nietos, a su nuera y por supuesto a su hijo. Sus primos le
querían muchísimo y me contaban que cuando los visitaba no paraba de hablarles
de sus nietos, de su nuera y de su hijo.
Aún puedo verlo friendo patatas y
costilletas (como él llamaba a las chuletas de ternera) para sus queridísimos nietos,
sin cansarse. Ellos, que también le querían muchísimo, decían que nadie freía tan
bien como él las patatas y las costilletas.
Habrá habido maridos, padres, suegros y abuelos tan buenos como él, pero
no mejores. Fue un gran hombre, y un marido, padre, suegro y abuelo extraordinario.
Ya dijo Mario Puzzo que un hombre que no sabe ser un buen padre, no es
un auténtico hombre.
Ahora te estoy viendo sentado detrás de la puerta de entrada del Cielo,
esperándonos, con el tenedor en la mano, para freírnos huevos y patatas fritas.
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