Mi viaje a Honolulu (II)





“Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos” (Fernando Pessoa)





    Le decía hace dos días que estaba embarcando en el aeropuerto de Londres, en un vuelo de American Airlines, con destino a Los Ángeles. Ya en el Boeing 747 abro uno de los libros -siempre llevo varios-, “Confesiones de un médico” de Alfred I. Tauber, que leeré completo, entre el viaje de ida y vuelta, si el libro se lo merece. Nunca fui capaz hasta ahora de leer todo lo que llevo para estos largos viajes porque, si bien no veo las películas que se proyectan en los aviones, cargo excesivas tareas y también necesito dormir. La duración del vuelo a Los Ángeles será de 11 horas.
    El avión es enorme, con nueve asientos en cada fila, cinco centrales y dos a los lados. Los asistentes de vuelo son mujeres y hombres de edad. Ya no es aquello de hace años cuando eran todas mujeres, habitualmente jóvenes y bien parecidas, que, según opinión de las personas (hombres) que vuelan mucho, hacían los viajes en avión más agradables. Hace años un compañero mío, bien parecido, después de haber viajado en Aviaco de Barcelona a Vigo con tres azafatas guapísimas y amabilísimas, llegó a creer que las tres se habían enamorado de él. Hoy, las azafatas con estas características, suelen asistir a los pasajeros de primera. 
    La ayudante sobrecargo de vuelo ha dado orden de apagar los teléfonos móviles. Un señor alemán de mediana edad que está en un asiento que da al pasillo, delante del mío, continúa hablando. Una azafata típicamente americana, mayor, morena, y con moño, le ordena apagarlo desde el otro pasillo; el alemán no le hace caso y ella, apurada, se acerca y muy seria le pide de nuevo que lo apague; él ahora sí obedece.   
    Despegamos. Poco después se apagan las luces de los cinturones de seguridad y en pocos minutos aparecen dos azafatas por cada pasillo ofreciendo bebidas y una bolsita con snacks. Esto indica que enseguida nos darán la cena. Hace años nos ofrecían a los viajeros una carta para elegir el menú. Hoy ya no lo hacen, probablemente para ahorrar gastos. Vienen con la comida. La azafata me pregunta si voy a tomar pollo o pasta. Pido pasta y acierto. Mi boca, aunque sabe apreciar lo bueno, puede comer de todo, sin remilgos. Pero conozco gente incapaz de tomar la comida que sirven en los aviones.
    Un niño pequeño, que viaja con sus padres en los asientos de delante, no ha parado de llorar desde que ha subido al avión. Acabamos de cenar. Sirven un café que no se parece en nada al de Starbucks que había tomado en el aeropuerto de Londres. Me pongo a leer  y me quedo dormido, cuando todavía no llevamos tres horas de vuelo.
    Duermo y leo de forma intermitente. El avión se mueve tranquilo. Las azafatas nos sirven bebidas varias veces. También un tentempié o desayuno -no supe bien lo que era ya que por el cambio horario las once horas de vuelo fueron con luz de día-. El avión aterriza en Los Ángeles después del mediodía.
    Como siempre, en la primera parada en Estados Unidos, tengo que recoger la maleta, facturada hasta el lugar final de destino, para pasar una inspección. El control de seguridad americano en el aeropuerto no se parece en nada al que se hace en nuestro país con los extranjeros. Ya no se parecía antes, pero aún menos desde los atentados de las Torres Gemelas de 2001. Al llegar a la ventanilla un policía joven de origen sudamericano me pide el pasaporte y me pregunta de nuevo cual es el motivo de mi viaje a Hawai, estado americano desde 1959. Me ordena poner los cuatro dedos de cada mano y luego los pulgares sobre una pequeña pantalla iluminada, después mirar fijo a una pequeña cámara de forma ocular. Y escribe en el impreso que he tenido que rellenar previamente contestando a una serie de preguntas relacionadas con antecedentes personales, cantidad de dinero con la que viajo, si llevo productos prohibidos, etcétera, con un sí o no únicamente y la firma (la mentira en España está arraigada y casi premiada; en Estados Unidos está mal vista y castigada). Luego pone un cuño en mi pasaporte con la fecha de entrada a Los Ángeles y dos palabras, ADMITED LAW.
    Muchas personas critican esta excesiva inquisición en las ventanillas de la aduana para extranjeros. Yo siempre la he comprendido. Antes, porque la entrada de trabajadores ilegales, aún con controles, era excesiva; ahora, después de lo de Nueva York en septiembre de 2011, para evitar, además, que se cuelen terroristas.
    Ya estoy en la terminal de salidas del aeropuerto de Los Ángeles del vuelo que me llevará al destino final. Todavía dispongo de dos horas y entro al bar Chili´s Too para tomar unos tacos y una cerveza en la barra. Me extraña, como a los demás clientes, que pidan la tarjeta de identificación para comprobar la edad antes de servirnos bebidas alcohólicas. Allí está prohibido servírselas a los menores de 21 y lo llevan a rajatabla, no como aquí. Algunos de los clientes tienen más de 70, incluso más de 80 años, y su respuesta al solicitársela es reír a carcajadas y hacer comentarios jocosos entre ellos, aún sin conocerse de nada. La falta de sentido del ridículo, el carácter agradable y la sonrisa fácil, son algunas de las muchas diferencias de los americanos con nosotros, a su favor, y que tanto admiro. Se acerca un joven camarero y, antes de que le diga lo que deseo tomar, me pide que le enseñe mi tarjeta de identidad para ver si tengo los 21 años. En Chili´s Too tomo los tacos más ricos que he comido en mi vida, con un vaso grande de cerveza de grifo Stella Artois. Al terminar me acerco a Starbucks para tomar un caffè latte. El avión despega sin retraso para Honolulu.  

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