Te echo mucho de menos



se es niño cuando una madre se muere” (José María Pemán)

    Es el cuarto fin de semana que paso sin verte. Los otros tres también eché mucho de menos no verte, pero no tanto como este. Tal vez porque los pasé fuera de la ciudad donde vivíamos los dos, y donde tú ya no vives ahora.
    ¿Qué no te lo crees? Claro, pensarás que tengo al resto de la familia, una mujer y unos hijos maravillosos, y que por eso no tengo por qué echarte de menos. Estás en lo cierto en lo primero, pero te equivocas en lo segundo. Sabes como yo que un hombre puede tener más de una esposa y tener muchos hijos, pero solo tiene una madre. Tú sabías que adoraba a mi padre. Y cuando él se murió también lo eché muchísimo de menos, pero me quedabas tú. Ahora tú te fuiste. Ya no tengo a ninguno de los dos. Y es mucho peor, porque hasta hace tres semanas te tenía a ti. Guapísima, arrugadísima, con tus preciosos, avispados y bailarines ojos azules. 
    Y cómo sigues sin creértelo te voy a explicar porqué te echo muchísimo de menos. Ahora mismo son las 9:40 horas del sábado, 24 de mayo de 2014. En una hora más o menos saldría de casa para ir a verte. Al entrar en la Residencia donde vivías, subiría rápido las escaleras para encontrarte sentada en la silla, casi siempre despierta, con tus pecosas y arrugadas manos envolviendo y desenvolviendo la mantita que tendrías sobre tus piernas, o tapando y destapando la botellita de agua, probablemente vacía porque ya la habrías bebido o la habrías tirado por el suelo. Pasaría a tu lado como hacía habitualmente, como si no te conociera, a ver qué harías. Tú, con esos preciosos, avispados y bailarines ojos azules, girarías la cabeza y, en gallego o castellano, me dirías: Señor, señor, venga aquí. Me acercaría y te diría: ¿Me conoce? Y tú: … no sé, pero se me hace una cara conocida, ¿eres de Cornido? Soy tu hijo, parrulita. Y tú, al decirte eso, contestarías: ¿Sí? ¿Eres mi hijo? Y si te lo creyeras, entonces tu mirada avispada y bailarina se volvería tierna, me pedirías que te diera un beso y tú me darías muchos más. Y yo recordaría, como tantas otras veces, lo que dijo Honoré de Balzac: “Jamás en la vida encontraréis ternura mejor y más desinteresada que la de vuestra madre”. Seguirías echándome piropos y repetirías que claro que sabías que yo era tu hijo. Y al volver a decirlo me pedirías que te besara otra vez. Tus preciosos, avispados y bailarines ojos azules brillarían al mirarme y yo me daría cuenta que tú sabías que me habías parido, que era tuyo, porque nunca brillaban lo mismo, ni siquiera cuando mirabas a tus nietos a los que tanto adoraste. Y a continuación, ¡Uh, que guapo eres, que tipazo tienes!, a pesar de mis años y mi pequeña estatura. ¿Tienes novia? ¿Cómo voy a tenerla si estoy casado y tengo tres hijos? ¡Vai de ahí! ¡Eres jovencísimo y estás guapísimo! Si me acompañara mi hija, me preguntarías a mí o a ella: ¿eres su novia? Y, aunque no lo creas, esta pregunta, que nos hacías casi siempre que subíamos los dos, me gustaba muchísimo porque pensaba que a tus avispados ojos le debía parecer joven aún, pero en seguida me daba cuenta por lo que era, porque me adorabas como yo a ti. Si subiera con los otros dos hijos, te preguntaría que quien es más guapo de los tres y ahí siempre me dejabas mal, en el último lugar, diciéndome que yo ya era viejo comparado con ellos, pero en la ternura de tu mirada siempre era yo el escogido.
    Continúo escribiendo ahora, un día después, domingo 25 de mayo de 2014, a las 10:55 horas. Sería la hora que volvería a subir para verte. Te llevaría un caramelo, como te habría llevado también ayer. Volverías a decirme más o menos lo mismo que el día anterior, si estuvieses sentada  en la silla. Pero si subiera un poco más tarde, tal vez no te vería porque estarían aseándote en el baño. Esperaría. Cuando aparecieras, regresando del baño, la chica que te trajese en la silla te preguntaría: ¿María, conoces a este señor? ¿Quién es? Y tú le contestarías que no me conocías o que era tu sobrino, pero a pesar de eso tus preciosos y avispados ojos azules se alegrarían y bailarían. Y poco después de echarme algunos piropos, dependiendo de lo arreglado que me vieras -te fijabas muchísimo en cómo iba vestido-, me pedirías que te diera algo de comer, un caramelo. Te lo daría, te lo metería en la boca y enseguida dirías que me fuera. Te preguntaría si deseabas que volviera por la tarde. Me dirías que sí y volverías a pedir que me marchara. O, como me decías a veces, que fuese a buscar a mi novia. Te preguntaría si querías otro caramelo. Volverías a decirme que sí, porque ya te habrías olvidado que tenías uno en la boca. Te daría el envoltorio del caramelo y al cogerlo entre tus dedos y darte cuenta que no había nada dentro me dirías: ¡vaya hombre, te quieres reír de mí!
    Y esto volveré a recordarlo los próximos fines de semana durante mucho tiempo. Pero ya no podré volver a hacerlo, porque tú ya no estás. Por eso te echaré siempre muchísimo de menos. Ahora si te lo crees, ¿verdad?
    Cuando estés con mi padre, con tu marido, que te adoraba, dile que también a él sigo echándole muchísimo de menos. Ojalá pudiese veros a los dos juntos, aunque fuese solo una vez. Os llevaría muchos caramelos, aunque a él no le gustaban como a ti, y te daría y dejaría que me dieses muchísimos besos.

www.clinicajoaquinlamela.com  







Comentarios

Entradas populares de este blog

Covid-19 y aire acondicionado

Tos sin enfermedad orgánica

Relámpagos y moscas volantes