No quiero que te mueras
“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos” (Cesare Pavese)
Me parió hace muchos años. Hace poco, el
domingo del penúltimo fin de semana, fui a verla, como hago siempre que no me
voy de Orense. Ella dormitaba en la silla. No le gustó que le acariciara la
cara con la mano y la despertara como otras veces, ni sonrió como otras veces. Ni
respondió a mis preguntas acerca de cómo se encontraba y de lo que había hecho
después de levantarse, como otras veces. Es verdad que casi no oía nada, pero
otras veces me decía que había ido a
Carnota o a trabajar a las fincas, “a os terreos”, por la mañana,
después de levantarse. Insistía con mis preguntas y se enfadaba. Le enseñé un
caramelo y me pidió que se lo diera, pero no lo hizo con las ganas de otras
veces. “Por favor, démelo usted”, me dijo. Le saqué el envoltorio y se lo metí
en la boca, como hacía siempre. Volvió a cerrar los ojos. Le pregunté si le
gustaba. Otras veces me decía “mucho”, y siempre añadía otros comentarios:
"e muy pequeno", ¿no ten máis?…, pero esta vez no dijo nada, cerró
los ojos de nuevo y, a pesar de mi insistencia para que los abriera, no quería
o no podía abrirlos. Succionaba el caramelo, casi como siempre, pero con los
ojos cerrados. Lo hacía así cuando estaba acatarrada o cuando, antes, tomaba
demasiadas medicinas sedantes. Todos los días comía varios caramelos. Se los
daban las trabajadoras y los visitantes de otros ancianos ingresados en la
residencia donde estaba, porque sabían lo mucho que le gustaban.
Mientras
comía el caramelo con los ojos cerrados se limpió más de una vez las narices
con la mano. Era muy mocosa, pero ese día le goteaba la nariz más de lo
habitual. Y su voz también era más nasal.
Pensé que
el cambio de humor, el goteo por la nariz y el cambio de la voz se debían al
comienzo, a los primeros síntomas de un resfriado. Dos días después, otras
mujeres visitadoras habituales del centro me lo comentaron: "ya veíamos
que su madre no estaba bien porque, con lo riquiña que es siempre con todo el mundo,
estos últimos días no estaba tan alegre".
El lunes
fue a verla mi mujer y la encontró bien, como siempre. El martes por la mañana
me llamó el enfermero de la
residencia para decirme que tenía unas décimas de fiebre. Al
salir del hospital fui a verla. Estaba sentada con los brazos cruzados encima
de una mesa redonda, y sobre estos apoyaba y descansaba la cabeza, como otras
veces que no se encontraba bien. Le levanté la cabeza y le pregunté si estaba
mal. Me dijo que sí. Su voz siempre sonaba mimosa, como la de cualquier mujer
joven, cuando estaba mal, con fiebre. Tenía los ojos vidriosos y la mirada
triste. No era la mirada alegre, brillante, viva, de sus hermosísimos ojos azules
que no paraban de moverse cuando se encontraba bien. Su mirada triste, apagada,
presagiaba que la cosa era seria. También lo predecía el "no" de la respuesta a
mi impertinente pregunta que siempre le hacía cuando se encontraba acatarrada y
le hice ahora: “¿Queres morrer”?, porque no sonó con la viveza y la fuerza de
otras veces. Además, respiraba con dificultad, muy rápido y con mucho ruido.
La
llevamos a la cama, y después de explorarla comenzamos a tratar su infección
pulmonar. Por la tarde volví a visitarla. Solamente abría los ojos cuando le
hablaba, la auscultaba o le ponía el pulsioxímetro en el dedo. Los abrió tres veces y
su mirada triste me seguía diciendo que aquello no era lo de otras veces. Dudé
si darle o no un caramelo. Se lo metí en la boca porque sabía, por otras veces,
que aún con fiebre lo chuparía. Y así fue. Lo succionó con los ojos cerrados
hasta acabarlo. Unas horas después, ya casi por la noche, seguía igual de mal.
A la
mañana siguiente, antes de ir al hospital, fui a verla de nuevo. Le habían
quitado el oxígeno para asearla y sus labios se habían vuelto azulados. Seguía
respirando muy rápido y sus ojos seguían cerrados. Volvió a mejorar la coloración
de sus labios al ponerle de nuevo el oxígeno. Le había llevado un caramelo pero
no me atreví a ponérselo en la boca. Tampoco se lo di cuando volví a visitarla después
del mediodía. El tratamiento que le administrábamos desde el día anterior no le
había mejorado nada o casi nada. Por la tarde seguía igual, aunque a la enfermera
que la atendía le parecía que estaba un poco mejor. Seguía con los ojos
cerrados, los ojos azules, junto a los de su nieta, más bonitos que he visto
nunca, y respirando muchas veces, demasiadas veces.
De
madrugada vino la muerte y cerró sus bellos ojos para siempre. No respetó mi
deseo, ni el de mi mujer y el de sus nietos, de no cerrárselos para siempre. Se
quedó con ella y con sus avispados y preciosos ojos azules para siempre.
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