La vejez



“Cuatro edades cumple el hombre al cabo de haber vivido: la inocencia en que ha nacido, poco después la esperanza, la dicha que nunca alcanza, y por último el olvido” (“Sentencias del Tata Viejo”/Buenaventura Luna)
    Emilio, así se llamaba el marinero de mi pueblo que se murió hace algunos años y del que desde que era muy pequeño oía hablar mucho y bien a mis padres. “Si todo el mundo hiciera como él otro gallo nos cantaría. Se levanta todo los días muy temprano y se va al puerto, aunque haga mal tiempo. Lo hace porque a veces el mar se torna en calma y sale a pescar en su pequeño bote. Si no puede salir, regresa y cose las redes estropeadas, hace otras cosas en casa, o ayuda en el trabajo del campo, pero nunca nadie le ha visto entrar en la taberna ni emborracharse”, decía mi madre. Y cuando mi madre hablaba así, Emilio ya estaba jubilado, ya pasaba de los 65. Por lo bien que hablaban mis padres de él me fijaba mucho cuando lo veía regresar del pequeño puerto de Quilmas. A veces se paraba a hablar a la puerta de casa con mi padre pero nunca estaba más de unos pocos segundos y nunca decía, si regresaba de pescar, como le había ido la faena, aunque todo el mudo sabía que era uno de los mejores marineros del pueblo.
    Hace más de un año oía en la radio a la presentadora del programa de fin de semana de COPE. Explicaba por qué los ciudadanos suecos mayores se conservan más jóvenes que las personas de su misma edad en otros países europeos. Y comentaba la locutora que en España las personas después de la jubilación solo se mantienen en buena forma física unos nueve años, de los 65 a los 74, y en Suecia este periodo se prolonga hasta los 80. ¿Y cuál era el secreto? Comían frugalmente para estar delgados y hacían mucho ejercicio. Estas dos cosas, que requieren de gran voluntad a cualquier edad y más aún en la vejez, junto a dormir más horas por la mayor duración de la obscuridad diaria -en diciembre solo hay seis horas de día pero a finales de junio más de dieciocho- podrían contribuir a ese buen estado de salud corporal.
    Unos días después una enfermera, al comentar con ella lo gruesos que estaban casi todos los pacientes hospitalizados y lo que había oído en la radio de los suecos, me decía que veía pasar frecuentemente a hombres y mujeres mayores de los países nórdicos europeos por cerca de su casa, haciendo el Camino de Santiago, cargados con enormes mochilas, y que era verdad, estaban todos delgados y con tan buen aspecto que le parecían deportistas.
    Decía Giacomo Leopardi que la vejez es mala porque priva al hombre -y a la mujer, añado yo- de todos los placeres dejándole los apetitos. Creo que solo tiene razón en parte. Los placeres son distintos en las diversas etapas de la vida: niñez, juventud, madurez y vejez. Y creo que para una persona vieja, o en la tercera edad como se dice ahora, puede ser muy agradable trabajar, viajar, leer, escribir, ir al cine o al teatro, hacer ejercicio, estar con la familia, y educar a los nietos si los tiene.
    Siempre me ha llamado la atención ver en nuestros pueblos o ciudades a personas mayores sentadas en los bancos de una plaza consumiendo las horas, dormitando. Por el contrario, esto es muy raro verlo en Estados Unidos. Allí se puede uno tropezar con hombres y mujeres en los 80 realizando labores acorde con su edad. En los congresos médicos es frecuente encontrarlos informando y acompañando a los congresistas que lo necesitan, impidiendo el paso a personas no inscriptas, etcétera. Imagino que lo hacen para mejorar la pensión, pero ¿por qué no seguir trabajando si el estado de salud se lo permite? ¿Acaso no es el trabajo uno de los mayores placeres de la vida? No es el trabajo lo que envilece, sino la ociosidad, decía Hesíodo.
    Es posible que una de las cosas que más nos envejezca sea estar siempre lamentándonos de que somos viejos y de que todo lo pasado fue mejor, como ya lo decía muy bien Baltasar Gracián, “en la boca del viejo todo lo bueno fue, y todo lo malo es”. Creo que es mucho mejor seguir viéndose como el joven que uno fue. El secreto de la genialidad es el de conservar el espíritu del niño hasta la vejez, lo cual quiere decir nunca perder el entusiasmo, dijo Aldous Huxley. La juventud es un disparate; la madurez, una lucha; la vejez, un remordimiento, señaló Benjamin Disraeli. No hagamos caso. Dejemos de entristecernos y lamentarnos por ser viejos. ¡Hagamos algo!   
    Se es viejo cuando se está en la cama más tiempo del normal “porque no se tiene nada que hacer”, cuando se pierden horas y horas delante del televisor o se pasa el tiempo mirando al cielo, cuando se sale de casa casi únicamente para ir al baile en los centros de la tercera edad, cuando se deja de tener ilusiones…
    Y no se es cuando uno se levanta temprano porque tiene cosas mejores que hacer que estar en la cama, cuando se camina todos los días el mayor tiempo posible y se come poco para mantener la buena forma física, cuando se tienen proyectos para el futuro… La mayor fortuna para la persona anciana, incluso superior a la salud, es la de vivir en un mundo de proyectos, expresó muy acertadamente Simone de Beauvoir. Y no tiene toda la razón François de Rochefoucauld cuando señaló que la vejez es un tirano que prohíbe, bajo pena de muerte, todos los placeres de la juventud. Tampoco en la juventud se tienen los placeres de la niñez. Ni en la madurez los de la juventud. Hay placeres en todas las etapas de la vida, pero son distintos en cada una de ellas.
    No neguemos haber llegado a viejos pero tampoco queramos hacernos viejos pronto para serlo mucho tiempo.
    La vejez es una enfermedad como cualquier otra en la cual al final uno se muere irremisiblemente, escribió Alberto Moravia. No estoy de acuerdo. La vejez no es una enfermedad. Y la muerte es el final, hoy. ¡Quién sabe cuál será el final mañana!
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