Aclaración sobre mi opinión de las compañías farmacéuticas







“Pero sobre todo sé fiel a ti mismo, y sigue eso como la noche al día; entonces no defraudarás a nadie” (William Shakespeare)







    Unos días antes de la Navidad de 2012, me detuve unos minutos en la calle para saludar a dos distinguidos pacientes, que estaban parados en la acera de enfrente de la Iglesia de San Francisco, y felicitarles las Pascuas. Uno de ellos me dijo enseguida, más o menos esto: ¡Cómo deben estar de contentas las compañías farmacéuticas con las opiniones que suele manifestar usted de ellas y de los medicamentos en los artículos que escribe en el diario La Región! ¡El otro día incluso estuve a punto de llamarle por teléfono para decírselo! Le respondí, también más o menos, que mis opiniones podían ser parcial o totalmente erróneas –el me dijo que no con la cabeza-, pero eran sinceras y sin propósito de ofender.   
    Al salir de allí me fui preocupado y pensé que debía explicar las razones de mis opiniones, que con frecuencia expongo en estos artículos, relacionadas con los medicamentos y las compañías farmacéuticas.
    Desde que en el tercer curso de la carrera de Medicina estudié la asignatura de farmacología me sentí, y aún siento, fascinado por los descubridores de tantos fármacos que tanto bien han hecho a la humanidad, por haber salvado tantas vidas: antibióticos, analgésicos, antiinflamatorios, antiparasitarios, etcétera. Entre ellos, el doctor Alexander Fleming, médico microbiólogo escocés, a quien deberíamos homenajear a diario por haber  descubierto la penicilina. Lo mismo que Edward Stone, reverendo de la Iglesia de Inglaterra, quien presentó un informe en 1763 sobre los efectos antipiréticos de la corteza de sauce, cuyo principio activo fue denominado posteriormente salicilina, un análogo del ácido acetilsalicílico que los laboratorios Bayer acuñaron con el nombre comercial de aspirina. O Albert Schatz, un joven investigador que en 1943 descubrió en el laboratorio de Selman Abraham Waksman, en Nueva Jersey, la estreptomicina.
    Al poco de terminar la carrera comprendí que los delegados de las compañías farmacéuticas visitaban a los médicos con el fin legítimo de vender los medicamentos de la compañía para la que trabajaban.
    Una de mis mayores satisfacciones en mi relación con estos profesionales, tan dignos de respeto y consideración como cualesquiera otros, fue en Ponferrada, cuando ejercía de médico interno en la Residencia Camino de Santiago. Coincidió un invierno muy frío y una epidemia de gripe que afectó a casi todos los ponferradinos. Hacía guardias de noche en un ambulatorio, y salía a hacer visitas a domicilio con una taxista, en un coche cuyo motor funcionaba con una bombona de butano que llevaba atrás en el maletero y del que solo salía humo por la ventanilla del conductor. Cuando ya había finalizado la epidemia de gripe, estaba una tarde tomando una cerveza con otros amigos médicos en una cafetería y el camarero se acercó para decirme que estábamos invitados por un señor que estaba al otro lado de la barra. Saludó con la mano y se acercó. No lo había visto antes. Me mostró su agradecimiento por haber recetado mucho el fármaco, cuyo principal compuesto era la aspirina, de la compañía farmacéutica para la que él trabajaba y haber contribuido a terminar con las existencias del mismo en la provincia de León. Había prescrito un medicamento para aliviar los síntomas de los pacientes con gripe, sin habérmelo presentado previamente el representante del laboratorio farmacéutico.
    Después, durante mi formación en la especialidad, en el Hospital Marqués de Valdecilla de Santander, no tuve relación alguna con los delegados de laboratorios farmacéuticos porque al jefe del servicio no le gustaba que nos visitaran.
    Asistí a mi primer congreso médico, invitado por una compañía farmacéutica, cuando ya trabajaba en el hospital de Orense. En los años siguientes he contribuido a organizar congresos médicos con la valiosa ayuda de los laboratorios farmacéuticos. Cuando fui responsable de neumología pretendí que las visitas de los delegados a los médicos del servicio fueran al final de la mañana, ya finalizado el trabajo asistencial. Hoy, en muchos hospitales americanos, solo se les permite visitar a grupos de médicos, no a los médicos individualmente, cada varias semanas o meses, y si tienen alguna novedad.
    Desde hace algunos años no tengo casi relación con los representantes de las compañías farmacéuticas. Conozco la salida de nuevos fármacos y sus acciones de una forma más objetiva a través de la lectura de revistas médicas.
    He llegado a pensar, hace pocos años, y ahora, que los médicos parecemos intermediarios entre las compañías farmacéuticas y los enfermos, y que la relación de camaradería entre médicos y delegados incrementa las prescripciones farmacéuticas. Los aparatos para llevar a cabo técnicas diagnósticas o terapéuticas y los fármacos deben ser utilizados exclusivamente para ayudar a los pacientes, como dice nuestro juramento hipocrático: “Aplicaré los tratamientos para beneficio de mis enfermos, según mi capacidad y buen juicio, y me abstendré de hacerles daño o injusticia”. Es decir los médicos debemos actuar solo por el interés de los pacientes.
    En mi opinión, los médicos nos preocupamos menos de lo que sería deseable de los efectos adversos de los medicamentos y ya Hipócrates, uno de los primeros médicos famosos que vivió antes de Cristo, decía a sus alumnos: “preparaos bien para ayudar a los enfermos y para no hacerles daño”.
     Antes de despedirme de mis conocidos pacientes les dije que seguiría expresando mis opiniones sobres los fármacos, compañías farmacéuticas, y cualesquiera otras cosas relacionadas con la salud con absoluta independencia y con el único fin de ayudar a las personas sanas y enfermas, porque casi desde que tengo uso de razón intento seguir la recomendación de William Shakespeare citada al principio de este artículo.






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