Acerca de los lunares… y la preocupación por la enfermedad (y la muerte) (2)









"Comienza a manifestarse la madurez cuando sentimos que nuestra preocupación es mayor por los demás que por nosotros mismos" (Albert Einstein)








    Entró en la consulta del segundo dermatólogo que visitaba ese día. Después de saludarse, se sentó para explicarle su problema. No hizo como otros pacientes; antes de que le viera el lunar de la pantorrilla derecha le dijo que por la mañana había estado con otro dermatólogo, que este segundo conocía muy bien, y le contó lo que le había dicho, que está referido en el artículo anterior.

    Las entrevistas de los dermatólogos, a diferencia de las que hace él con sus enfermos, son muy cortas; preguntan poco, van directamente a ver la o las manchas de la piel. Él se acostó en la camilla, panza abajo, se subió la pierna derecha del pantalón y se bajó el calcetín. Este segundo dermatólogo le examinó el lunar directamente, lo tocó, y luego lo exploró con el dermatosopio como había hecho el primer dermatólogo por la mañana. Le dijo que podía ser, efectivamente, un nevus atípico, como le había indicado el otro dermatólogo, pero que también podía tratarse de un melanoma "in situ". Él le dijo entonces si le parecía correcto lo que le había recomendado el otro dermatólogo, hacer una nueva revisión a los tres meses. Le contestó que le recomendaba "sacarlo", porque si se trataba de un melanoma "in situ" se curaría con todas las garantías, y si se dejaba, podría crecer hacia abajo. Ante esta segunda recomendación, que estaba más de acuerdo con lo que él había pensado antes, quedaron para extirparlo el jueves, tres días después.

    Se acostó tranquilo y madrugó para ir a correr como todos los días. Después, durante la mañana volvió a ver el texto de dermatología con múltiples imágenes de melanomas y nevus, y el lunar de su pantorrilla no se parecía del todo a ninguna de las imágenes que veía. Pero bueno, él no era dermatólogo y los dos que le habían examinado el lunar coincidían, aunque el de la mañana no le había dicho que pudiera tratarse de un melanoma “in situ”.

    Volvió a ver imágenes en Google. Y comenzó a pensar, a darle vueltas… Él, que todos los días les recomendaba a los pacientes que no fumasen, que tomasen pocas bebidas alcohólicas, que comiesen poco y caminasen mucho, y que podía predicar con el ejemplo lo mismo que el dermatólogo de la mañana, que acababa de terminar las vacaciones de verano y casi no estaba moreno, resulta que podía haberse pasado en la exposición al sol durante toda su vida, sin suficiente protección, y esta imprudencia podía haberle ocasionado un melanoma. Y tal vez se protegía aún menos últimamente, después de haber leído, no hace muchos meses, en la revista médica inglesa, British Medical Journal, dos artículos en los que dos dermatólogos defendían opiniones contrapuestas, uno que la exposición a la luz solar causaba melanoma, y el otro que no lo causaba. Pensó que, si esto no estaba claro para los que deberían saberlo, no fuera a ser que esta opinión la hubiesen puesto en marcha las firmas comerciales que venden cremas protectoras para la piel porque en su infancia no había visto a nadie de su aldea que las usara, aunque también era verdad que solo iban a la playa los chavales, y, los días que iban, se pasaban casi todo el tiempo en el agua, bañándose, si bien, cuando jugaban al fútbol en la arena se quemaban la piel pero aún nadie del pueblo había padecido esta terrible enfermedad, el dichoso melanoma. Y la mitad o más de los chavales de su aldea eran rubios y de piel blanca, porque por aquella zona habían pasado los vikingos cuando viajaban, hace muchos años, hasta la costa de Levante, y, según los dermatólogos, los rubios tienen mayor riesgo de sufrir melanoma.

    A su cabeza volvía cada poco el melanoma. Y si ahora todavía estaba “in situ” y no había sobrepasado hacia abajo la capa más superficial de la piel, era el momento de sacar este lunar, pensaba.

    Y otra vez… Él, que le decía muchas veces de broma a los pacientes que qué más daba vivir 20 o 30 años más, ahora se daba cuenta que sí le importaba que un lunarcillo le causara la muerte y le quitase 20 o 30 años de vida. No le importaba lo que había dicho Aristóteles, “no hemos de temer a la muerte porque cuando se presenta ya no estamos y cuando aún estamos ella no está”.

    Además, no le convenía nada morirse ahora. No sabía si a alguien le había convenido morirse en algún momento, porque nunca se lo había oído decir a nadie, ni a los sanos ni a los enfermos, y sin embargo le había oído decir a muchos pacientes que no les convenía morirse en un momento dado (ni en otro). Y a él tampoco le convenía morirse ahora. Sus hijos tenían trabajo, pero aún tenían proyectos pendientes en los que debería intentar echarles una mano; no tenía nietos y tenía muchas ganas de ver alguno antes de morirse, y tenía muchos planes para cuando se jubilase en el hospital donde trabajaba: seguir atendiendo pacientes porque su profesión le entusiasmaba tanto o más que al principio, escribiendo, viajando, y visitando con frecuencia el paraíso, como le llama su hija a El Pindo, el pueblo donde nació, y a Quilmas, donde vivió después, y a toda aquella zona de la Costa de la Muerte. Y seguir visitando también el otro paraíso, Porto de Sanabria, donde nació su mujer.

    Él, que detestaba la vejez y presumía que al llegar a los 70 era un buen momento para irse al cielo, ahora, aunque aún no había llegado a esa edad, no pensaba así.

    Se acordaba de que ya en su niñez pensaba mucho y de una forma muy extraña en la muerte. Le tenía miedo y cavilaba que, si llegaba, debería llevarse con él al cielo a los amigos y amigas que más quería, porque no veía bien que él no pudiese seguir disfrutando de la vida y sí lo pudiesen hacer ellos y ellas. Cuando contaba estos pensamientos que tenía de niño, siempre le decían que quien piensa así es una persona muy egoísta. Yo lo soy, ¡pero quién no lo es!, respondía.

    Y recordaba a su abuela, con la que dormía de niño, que rezaba un padrenuestro a San Antonio todas las noches para que le concediese una muerte tranquila. Su abuela se había acostado normal por la noche, y por la mañana su hija, la madre de él, la encontró muerta en la cama. A él, que también había rezado el padrenuestro todas las noches que durmió con ella, tal vez el santo no le había escuchado y no le iba a conceder una muerte tan sosegada como a ella.

    Volvió a llamar a la consulta del segundo dermatólogo para que le quitase el lunar ese mismo día, martes, porque no quería esperar al jueves. Le dijo que estuviese en la clínica a las ocho de la tarde. Y allí estaba, de nuevo, con puntualidad británica.

www.clinicajoaquinlamela.com


     

   

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