Acerca de los lunares... y la preocupación por la enfermedad (y la muerte)







 “La preocupación es un juicio que espera las pruebas” (Conde de Rivarol)







    Él estaba subiendo el Monte Pindo delante del grupo, como siempre. Le acompañaban su mujer, su hija, y un matrimonio amigo. Era el primer sábado de agosto, un día no muy caluroso, había llovido de madrugada y por eso todavía algunas nubes cubrían el cielo, pero ya pegaba el sol porque habían comenzado a subirlo a las 12 del mediodía, demasiado tarde. A mitad del ascenso, su hija, que iba detrás de él, lo llamó para preguntar por la mancha obscura que tenía en la parte inferior de su pantorrilla derecha. Él se paró; su hija se acercó para verla. De lejos me parecía un pequeño hematoma causado por algún golpe, pero de cerca veo que no lo es; tienes que ir a que te la vea un médico especialista de la piel cuánto antes, le dijo. Su mujer, enfermera, también examinó aquella pequeña manchita redondeada, de color rojo vinoso obscuro, con bordes bien o casi bien delimitados, que no sobresalía, y dijo que no era para preocuparse. Su amigo, médico también, después de ver la manchita desde más lejos le dijo, ¿de broma?, que aquello era una lesión cutánea pre-maligna y había que mostrársela a un dermatólogo.
    Terminaron la excursión a la seis de la tarde. En Quilmas, un pueblecito o aldea al lado del Pindo, comieron sardinas que él había comprado por la mañana en el mercado de Cée, y que asó, al regresar de la subida al monte, en la huerta de casa. Ahora ya les acompañaban uno de los otros dos hijos y su yerno, que no habían escalado el monte. Él, que se había adelantado en la bajada para hacer la hoguera y asar las sardinas, les contó a su hijo y a su yerno que su hija, “tu hermana, tu mujer”, le había visto un lunar obscuro en la parte posterior de la pantorrilla derecha, que él creía que ya tenía desde hacía tiempo, aunque no estaba seguro.
    Por la noche, él y su mujer se fueron con el matrimonio amigo a dormir a casa de estos, en un pueblo del interior de la provincia de La Coruña. El domingo, después de levantarse y ducharse, le echó un vistazo al lunar de su pantorrilla derecha. No recuerda ahora si volvió a mirarlo más veces durante ese día.  
    El día siguiente, lunes, ya en su casa, se levantó de madrugada para ir a correr. Al volver, después de ducharse y desayunar, vio imágenes de lunares en Google y leyó en un texto de dermatología las características de benignidad de los lunares, nevus en la terminología médica, que pueden ser típicos, o atípicos cuando tienen un tamaño superior a 6 milímetros, y las de malignidad, los famosos y temidos melanomas.
    Estaba de vacaciones. Fue a visitar a su madre, que estaba tan arrugadísima y guapísima como tres días antes, cuando había ido a verla por última vez,  antes de viajar a Quilmas. Al regresar, como siempre, siguió la máxima de San Juan, “lo que tengas que hacer, hazlo pronto”, y fue a la consulta de un amigo dermatólogo, el médico de la piel de toda su familia, en el que confiaba totalmente. Éste le dijo que se echara en la camilla y se pusiera de espaldas, que subiera la pierna derecha del pantalón y se bajara el calcetín. Le examinó el lunar, primero con las gafas que lleva habitualmente y después lo hizo con el dermatoscopio, un estereomicroscopio o microscopio manual dotado de un sistema óptico de amplificación de imagen (lentes de aumento) y una fuente de luz convencional o polarizada, que permite ver estructuras anatómicas de la epidermis o de la dermis papilar, que no son visibles a simple vista. Le preguntó desde cuando lo tenía, si había aumentado de tamaño, si le picaba, que protector usaba para tomar el sol… Él le contestó que aunque creía que debía tenerlo desde hacía tiempo no sabía desde cuándo, ni si había o no aumentado de tamaño; de lo que estaba seguro es que nunca le había picado ni causado otras molestias, y el protector que habitualmente utilizaba era del número 15 o 20. Su amigo dermatólogo le dijo que le parecía un lunar o nevus atípico por el tamaño, que con el dermatoscopio no observaba característica alguna de malignidad, aunque tenía alguna zona menos pigmentada, "pero como tú eres rubio y tomas mucho el sol con escasa protección, tienes que volver en tres meses para comprobar si el lunar sigue de igual tamaño, con las mismas características de coloración y liso como ahora, sin abultamiento ni irregularidades, o ha cambiado. Y tienes que usar una protección mucho más elevada. Te voy hacer una receta de una crema protectora del 50, en spray, que además huele muy bien”. Se despidieron. Bajó de la consulta y compró la crema en una farmacia próxima, a unos 30 pasos de la consulta. Por cierto, después se arrepintió de haberlo hecho pues le costó 28 euros y la hubiera adquirido con la misma protección en Mercadona por menos de la mitad, y lo del olor a él no le importaba.
    Después de la comida del mediodía pensó que, aunque confiaba totalmente en lo que le había dicho su amigo dermatólogo por la mañana, no le agradaba esperar tres meses. Tres meses observando todos los días si aquel lunarcillo obscuro aumentaba de tamaño; si le picaba; si sobresalía para afuera o progresaba hacia adentro, hacia abajo de la epidermis (esto último no lo podría saber, y menos aún sin el examen con un dermatoscopio). Además, probablemente acabaría notando picor, aunque no le picase, y algún día le parecería más grande y se pondría a medirlo, con el problema de que al ser tan pequeño sería difícil saber con seguridad si había o no aumentado de tamaño. Y se acordó también de aquella reunión de médicos en la que él había defendido el derecho de los enfermos de la sanidad pública a solicitar una segunda opinión médica, cuando no estuviesen de acuerdo con el diagnóstico o por otros motivos, argumentando su ponencia en que los millonarios/as lo hacen, y si estos/as lo hacen no debe ser malo, como tampoco deben serlo otras cosas que hacen, como divorciarse varias veces para casarse con mujeres/hombres cada vez más jóvenes (de todas formas en la charla él  habló claro: dijo que no podía asegurar que su opinión fuese irrefutable, porque no estaba basada en su experiencia personal ya que no era millonario y por lo tanto no se había divorciado nunca, aunque comentó también a continuación que él creía que tampoco se divorciaría aunque lo fuese, etcétera, etcétera, etcétera… ).
    Por todos estos motivos no se lo pensó dos veces y llamó a la consulta de otro médico dermatólogo. Le contestaron que no consultaba hasta el día siguiente. Llamó a otro que también estaba en la lista de la compañía privada con la que tenía contratada asistencia médica. Le dijeron que le vería esa misma tarde a las 20 horas, y allí estaba él, puntual, con cinco minutos de adelanto, en la sala de espera. El dermatólogo, cuando terminó con el último paciente de esa tarde, le mandó entrar a la consulta (continuará).

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