¿Sedación terminal? Una gran decepción


 

 

“Si conociéramos el verdadero fondo de todo tendríamos compasión hasta de las estrellas” (Graham Greene)

 







    Lo que voy a contar no me gusta, pero creo que debo hacerlo. Sería peor callarme. No es una crítica personal, ya que no voy a divulgar el nombre de la médica porque algunos otros médicos del Complexo Hospitalario de Ourense posiblemente piensen de forma parecida.  Lo hago porque su comportamiento no me ha gustado por su falta de tacto, imprudencia y falta de humanidad con la enferma y con su hija. Decía William Osler que un buen médico debía tener las 4 haches: honradez, humanidad, humildad y humor.

    Mi suegra, una señora de 97 años padecía demencia senil ―me gusta más envejecimiento cerebral― y estaba internada en la Unidad Residencial Doctor Troncoso, atendida fenomenalmente por las trabajadoras del centro. En los últimos tiempos tenía problemas para deglutir la comida con normalidad.  

    El 17 de abril de 2021 sufrió un mareo e hipotensión. Su hija, mi mujer, que estaba con ella, se asustó y pensó lo peor. Vino el 061, según ella me dijo, un equipo atentísimo y eficacísimo. Tal vez había aspirado por el trastorno de la deglución que sufría. Un día después fui a verla (todavía no se podía entrar a visitarla con regularidad por la pandemia de la covid-19) y únicamente le encontré una leve disminución de la saturación arterial de oxígeno.

    Tres días después, cuando estaba llegando a casa me avisó mi mujer que la habían llamado de la Unidad Residencial porque su madre se había vuelto a poner malita y habían avisado al 061. Cuando llegamos ya había sido atendida muy bien de nuevo por el 061, le habían cogido una vía intravenosa y el médico nos dijo que cuando llegaron la presión arterial sistólica era de 40 mmHg y la saturación de oxígeno inferior a 70 por cien. Nos informaron que la iban a llevar a urgencias del hospital para intentar aclarar la causa del agravamiento y tratarla. No nos preguntaron tan siquiera si estábamos de acuerdo, aunque, por supuesto, lo estábamos.

    Fue atendida por una doctora quien dos horas después nos informó que la presión arterial y la saturación de oxígeno habían mejorado, pero tenía anemia y estaba deshidratada. Nos planteó dejarla en observación hasta el día siguiente y ponerle una poquito de sangre, además de los líquidos intravenosos que ya le estaban pasando, o hablar con los internistas de guardia para ingresarla en sala de hospitalización. Les dijimos que hiciese lo que considerara mejor. Fue hospitalizada en medicina interna y atendida muy bien por las enfermeras y auxiliares de enfermería de la planta 8ª del Hospital Materno-Infantil.

    Al día siguiente llegó la médica internista.  Después de reconocerme, sin examinar a la paciente, le dijo a mi mujer que en la sesión médica de la mañana le habían dicho ―no especificó quien― que la enferma de la habitación 805 (mi suegra) le iba a dar poco trabajo porque tenía 97 años y era para sedación terminal. Mi mujer se enfadó mucho y le preguntó quien había dicho que su madre era para sedación terminal sin haber hablado con ella. Le explicó la doctora que en situaciones así, en pacientes con demencia y trastornos de deglución, según los protocolos del hospital, ya no se les alimenta por sonda nasogástrica y que iba pedir una transfusión de sangre, aunque no sabía si al jefe de servicio de hematología le gustaría mucho utilizarla en una enferma como mi suegra porque no sobraba sangre. Y que ella había tomado la decisión de realizar una sedación terminal a su padre, con el acuerdo de sus otros hermanos, cuando padecía demencia senil avanzada.

    No esperaba esto. No me gustó nada la forma de dirigirse a la hija de la enferma de esta doctora. Los médicos no somos quién para decidir una sedación final, equivalente a la eutanasia. Además de no poder hacerlo, sin haber sido aceptada por los familiares, los médicos podemos equivocarnos al opinar que un paciente está en situación terminal y más fácilmente aún sin haber interrogado a la familiar y haber examinado a la paciente. He visto enviar desde la planta de hospitalización a un enfermo a morir a su casa por el médico y volver después de un año para ser atendido de nuevo en el hospital.

    Le di la razón a mi mujer. Primero, porque era su madre y la adoró siempre y la sigue adorando. Segundo, porque ni su hija ni los médicos podemos saber si cuando le habla reconoce su voz, aunque no pueda hablar. Tercero, porque ella sería incapaz de dar el consentimiento para una sedación terminal a su madre y, además, no estaba sufriendo.

    Creo que los médicos debemos ser más humildes. Es fácil seguir los protocolos de actuación, pero los pacientes (y sus familiares) son todos distintos. Ya dijo el eminente doctor Gregorio Marañón, en el siglo pasado: “No hay enfermedades, hay enfermos”. Y los protocolos no son tablas de la ley, porque van cambiando, aunque sean acordados por una mayoría. Dijo Mark Twain, “cada vez que se encuentre usted del lado de la mayoría, es tiempo de hacer una pausa y reflexionar”.

    La llevamos para la residencia y falleció dos semanas después. Estuvo atendida por los médicos y enfermeras de hospitalización a domicilio, maravillosamente, a los que damos las gracias.

    Su hija la acompañó la mayor parte del día de todos los días hasta su fallecimiento. Y no solo la acompañó. La trató como a una muñeca: acariciándola cada poco, humedeciéndole la lengua, echándole vaselina en los labios, cuidándola y sobre todo hablándole con tanto cariño que emocionaba. “No duermas ahora, que quiero ver tus preciosos ojos abiertos, siempre duermes cuando estoy contigo y cuando me voy me dicen que estás con los ojos abiertos… te adoro, te quiero, mi princesa, mi muñeca, eres la mejor madre del mundo… ¿no recuerdas esta canción de Manolo Escobar que cantaba tu marido?… Tu marido, mi padre, cantaba muy bien, mejor que tú y que yo”. Y le pedía que cantara con ella una canción que se oye en la celebración de la misa que su madre presenciaba en los últimos años en la TV, y que cantaban las dos pocos meses antes.

    Siempre les digo a nuestros hijos que difícilmente podría encontrarse una madre que quiera tanto a los hijos como os quiere la vuestra. Ahora, después de verla acompañando a su madre los últimos días de su vida, puedo decir que difícilmente podrá haber una hija que haya cuidado con tanta ternura a una madre como lo hizo ella.

    Espero que la doctora haya aprendido que no somos todos iguales, y que otros hijos piensen diferente de ella y no estén dispuestos a consentir una sedación terminal a sus padres.

    Yo he aprendido que mereció la pena haber acompañado a mi mujer en los últimos días de la vida de su madre. ¡Quién puede saber si también a su madre le agradó que lo hubiese hecho!

 

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