En el colegio (y II)




“Hay mucho que saber, y es poco el vivir, y no se vive si no se sabe” (Baltasar Gracián)





    Los hermanos de La Salle tenían razón. Hicieron bien en escribir a mis padres porque no estudiaba mucho y mi comportamiento, como decían ellos, dejaba que desear.
    En quinto o sexto de bachillerato, la asignatura de filosofía la daba un joven hermano de La Salle que estudiaba en la universidad, que me apreciaba mucho o eso creo. Al día siguiente de uno que no había ido al colegio me preguntó, delante del resto de los alumnos, por qué había faltado a su clase el día anterior. Le dije que había estado en cama porque me había encontrado mal. Me contestó que cuando iba para la facultad ese día me había visto jugando  a las cartas en la galería de la pensión. “Eres un cínico”, me dijo, y a continuación me dio una bofetada. Seguro que no era la primera vez que la llevaba, pero aquella me vino muy bien. La última que llevé fue en preuniversitario. Me la dio el hermano Jesús, no recuerdo por qué. Era calvo. Cuando explicaba la calvicie en la asignatura de biología que nos daba, decía que era un carácter secundario de virilidad.
    Los sábados teníamos confesión por la tarde. La comunión era el domingo por la mañana. Después de la confesión me iba para la pensión. Allí corría detrás de la sobrina y tenía malos pensamientos, seguro, que eran pecado mortal en aquellas fechas. Cuando al día siguiente en misa tenía que ir a comulgar, no sabía qué hacer. Si iba, lo hacía en pecado y eso, según los curas que me confesaban, era muy grave. Si no iba, los hermanos estaban detrás y veían que no me levantaba para ir a comulgar. Siempre o casi siempre acababa yendo a comulgar. Imagino que Dios me habrá perdonado por aquellos pecados, ahora veniales.
     Tampoco el comportamiento de algunos hermanos era muy ejemplar. Había uno, al que llamábamos el Macanas, que nos daba matemáticas y hacía que le lleváramos el ejercicio hasta su mesa. Sentado, con la mano izquierda acariciaba la mano del alumno que se dejaba y con la derecha corregía el ejercicio. Yo siempre le retiraba la mano que sujetaba la libreta, no porque él tuviese unas manos muy peludas y feas sino por la cara de lascivia con que miraba al que dejaba la mano. A uno, muy guapo, le sobaba la mano y la corrección de su ejercicio duraba mucho más que la de los otros; tal vez la nota también fuese más alta. No recuerdo si éramos solo algunos los que nos dábamos cuenta de lo que aquello significaba.
        Los sábados por la noche jugábamos al julepe en el comedor de la planta baja  de la pensión. Muchas veces se quedaba la patrona mirando como jugábamos y subía hasta la segunda planta, donde teníamos las habitaciones, con nosotros al terminar la partida. Esas noches del sábado al domingo era cuando yo oía las conversaciones de los dueños en la habitación que tenía una pequeña claraboya en la pared pegada a la mía y me permitía oír lo que hablaban. Solo recuerdo sus voces, no otras cosas. Esas noches, el marido ya había subido mucho antes y cuando su mujer, la patrona, subía él ya estaba dormido. Cuando ella se encamaba, él muchas veces se despertaba y le echaba la bronca: “vienes ahora tan tarde porque te gusta mucho estar con los estudiantes, con los pies fríos y me despiertas. Eres una fresca, o cosas peores, le decía”.   
    Después de Chus, mi primera “novia” en Corcubión, aquella niña tan bonita que me pasaba gratis al cine de su padre, me "enamoré" de una chica mientras estaba en el colegio de La Salle. Era guapísima, o al menos a mí me lo parecía. Salimos algún día al cine y solo llegué a cogerle la mano. Bueno, no sé si nos dimos algún besito. Creo que estaba muy "enamorado" y ese excesivo respeto tal vez fuese el motivo de lo que pasó después. Había quedado en ir a buscarla a las siete y media de la tarde de un sábado o domingo a la puerta de su casa para ir al cine y no apareció. Me fui a un bar y la llamé a casa por teléfono. Su madre me dijo que había salido. Al ir para la pensión la vi paseando por la calle con un chico. En un bar, no sé lo que tomé mientras escuchaba varias veces en el tocadiscos del bar “La noche”, de Adamo. El fin de semana siguiente volví a quedar con ella a las siete y media. Se retrasó un poco, habitual en las chicas y también en las señoras. Al llegar, sin mediar palabra, le di una bofetadita, como las que me daban a mí los hermanos de La Salle, y me fui. Creo que volvimos a salir pero aquello no fue adelante, porque aunque me seguía gustando mucho, tal vez le gustaba yo menos a ella. Me acordé de aquello, años después. Estaba tomando una queimada en un bar de La Coruña y el dueño del bar, mientras la hacía, recitaba bienaventuranzas a clientes y una de ellas decía: “un gato y una gata se subieron a un ciruelo y de tanto “tralarí” la rama se vino al suelo. Moraleja, si quieres “tralarí” con la que amas, no te andes por las ramas”           
    Antes de contar el paso por la facultad de Medicina, digo algo que el otro no me atreví cuando hablé del barrio de prostitutas del Pombal, en Santiago de Compostela. Un día, unos seis u ocho estudiantes de la pensión fuimos al barrio y le preguntamos a la famosa prostituta, Toñita, aquella que cuando paseaba hasta el hospital algunos estudiantes entraban para no ser saludados por ella, si podría servirnos a todos. Ella contestó, “uno a uno, sí señor”. El servicio eran 100 pesetas, pero ―no sé si era mes de rebajas― nos dijo que al ser tantos nos lo dejaba en 50 cada uno. Nos fuimos sin ser servidos. Se lo habíamos preguntado en plan de broma, no en serio.


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