En el instituto





“El que quiera estudiar el amor se quedará siempre en la escuela” (O. K. Bernhardt)





    (Si se pregunta, ¿a qué viene que cuente su vida en el Blog? Es para leer y recordar cuando se me vaya la memoria, si no me voy yo antes que ella)

    Decía hace poco que había ido a examinarme de ingreso y primero de bachillerato cuando iba a cumplir diez años, en la convocatoria de septiembre y por primera vez en el Instituto Gelmírez de Santiago de Compostela.
    Me alojé en un pisito donde vivían las hijas de Don Marcelino, el maestro que me dio clases los meses de verano para preparar ingreso y primero de bachillerato. No recuerdo la habitación donde dormí, pero no me olvido de las tostadas hechas con un chusco (así le llamábamos en la aldea a la barra de pan pequeña) tostado y untado después con mantequilla. No sabía lo que eran las tostadas, pero me supieron a gloria. Aún recuerdo aquel sabor ahora. Nunca he vuelto a tomar unas como aquellas. Tal vez influyó lo muy a gusto que estaba en aquella compañía, por lo bien que me trataban.
    Aprobé el ingreso, y de primero de bachillerato sólo suspendí la gimnasia. En el examen de gimnasia tenía que subir la cuerda. Nunca la había subido y, además, en aquella época estaba gordito.
    Me matricularon mis padres en segundo de bachillerato en el Instituto de Corcubión, cuando acababa de cumplir los 11 años, del que ahora no recuerdo el nombre, a unos doce kilómetros de Quilmas, donde vivía con mis padres. La habitación de la pensión estaba en la planta baja. Allí dormían también otro estudiante de O Pindo y un guardia de tráfico, de los que en esa época se les llamaba motoristas porque vigilaban las carreteras en moto. Era una buena persona. Nos despertaba a veces muy temprano porque tenía que ir de servicio, pero se lo perdonábamos.
    Mis padres me daban dinero para ir al cine. Chus, la hija del dueño del cine, una niña guapísima que estudiaba conmigo en el instituto me pasaba gratis a preferente y ese dinero lo gastaba en el estanco comprando “Tres Carabelas”, cajetillas de tabaco rubio, ¿canario?, sin boquilla. No puedo decir cuántos fumaba al día, pero más de lo que debía. 
    Creo que estábamos enamorados. Yo estudiaba en la mesa de la habitación situada delante de la ventana que daba a un pasadizo situado sobre la misma calle. Por las tardes, ¿después de hacer los deberes?, Chus no se cansaba de pasar por delante de donde yo estudiaba, y me llamaba para que fuera a jugar con ella.
    Casi todos los fines de semana me iba a Quilmas con mis padres. Como me mareaba en el coche de línea, a veces venía a buscarme mi padre en el barquito que tenía. Recuerdo un día de temporal, con mucho viento y oleaje, que lo pasé mal, pero mi padre conocía muy bien el mar, también cuando estaba violento. Navegó muy cerca de la costa y pudimos llegar sanos y salvos al puerto de Quilmas.
    Allí, en el instituto de Corcubión, hice segundo y tercero de bachillerato. Suspendí geografía en segundo curso. Probablemente memorizaba mal los ríos y cordilleras. Recuerdo a la profesora, que a mí me parecía mayor pero muy guapa, sentada detrás de una mesa abierta, dirigiéndose a nosotros sin levantarse casi nunca de la silla. Mis padres me dijeron si pedían una recomendación con aquella profesora de geografía, para el examen de septiembre. Me enfadé mucho. Estudié y la aprobé sin recomendación.
    Al aprobar tercero de bachillerato, mis padres, aunque no les sobraba el dinero, me matricularon en el Colegio La Salle de Santiago de Compostela, externo. Creo que me costó dejar de ver a Chus, pero imagino que se me pasó pronto. Vivía en la pensión de La Marinera, una señora natural de Adraño, ayuntamiento de Mazaricos, una aldea del interior de la provincia de La Coruña, a unos 20 kilómetros de Quilmas. La patrona tenía una hija y un hijo pequeños y dos sobrinos viviendo allí con ella y su marido. La sobrina era muy guapa, algo mayor que yo, y el sobrino era Fernando Silva Sande, más joven que yo, el después famoso jefe de los GRAPO.



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