En el colegio (I)
“Si no se endereza el árbol cuando
es pequeño, crecerá torcido”
Allá me fui, a la pensión de La Marinera de
Santiago de Compostela a la que me enviaron mis padres, aunque no recuerdo cómo
dieron con ella, con 13 años, para iniciar el cuarto curso de bachillerato en
el Colegio La Salle.
La patrona me instaló en una habitación de
tres camas con una amplia galería que daba a la calle del Hospitalillo. Mi cama
era la más interior, pegada a la pared de la habitación del matrimonio dueño de
la pensión. Había una gran diferencia de edad entre ellos, y allí, en mi cama antes
de dormirme, oía a veces conversaciones no muy amorosas entre los dos. Ya le contaré
alguna más adelante.
Podría extenderme muchísimo, pero me
referiré sobre todo a las cosas que creo que influyeron más en mi
comportamiento futuro. En esa pensión estuve desde los 13 años hasta el segundo
curso de medicina, cuando iba a cumplir los 17 años. Creo que algunos jóvenes
de aquel tiempo madurábamos antes que los de ahora, por las circunstancias y
los problemas que teníamos que resolver solitos sin tener a nuestros papaítos
al lado para ayudarnos a resolverlos.
Allí me hice a la idea (¿equivocada?) de qué
a las chicas, si andas detrás de ellas, puedes aburrirlas y que les gustan más
los que no les hacen o les hacen menos caso. La sobrina de la patrona, que me
parecía muy guapa, tenía a casi todos los estudiantes de la pensión, y éramos más
o menos una docena, enamorados. Casi todos eran mayores que yo, también ella.
La invitaban al cine y no aceptaba la invitación de ninguno. Uno que estudiaba
medicina estaba colgado por ella y solo fue una vez con él al cine porque su
tía la obligó; la tía estaba interesada en que saliese con él. Otro, que
estudiaba químicas, le regalaba zapatos de la zapatería que su padre tenía en
La Coruña. Otro enamorado más, estudiante de medicina y natural de Cambados,
estaba en mi habitación y traía a veces botellas de vino albariño de su casa,
pero no recuerdo si también le regalaba vino a la sobrina. Sí recuerdo que se
enfadaba conmigo cada vez que me veía salir de su habitación. Me encantaba
verlo enfadado, tan enamorado y tan poco correspondido.
Como le gustaba coquetear o engatusar, y tal vez porque era algo más
joven que ella, era de los pocos que conseguía entrar en su habitación, a veces
después de perseguirla por las escaleras desde la planta baja hasta el segundo piso
donde tenía su cuarto, interior y que daba al pasillo. Si intentaba hacerle
alguna caricia a veces reaccionaba de forma algo violenta, incluso con pequeños
arañazos, o llamando a su tía que estaba en la cocina, en la planta baja, que a
veces subía corriendo y me reprendía. Si al salir de la habitación me veía así
el estudiante de medicina de Cambados, con algún pequeño arañazo, se ponía muy
celoso, seguramente porque se imaginaba más de lo que realmente había sucedido.
Los demás de la pensión la trataban como a una reina. Querían seducirla con invitaciones
al cine y regalos y les incomodaba mi comportamiento, no tan melindroso como el
de ellos.
Había otra chica en la pensión, algo mayor
que la sobrina, una enfermera o estudiante de enfermería que trabajaba en el
hospital. Estaba en una habitación cuya pequeñísima ventana daba a las
escaleras. Tenía que cerrarse con llave porque un manco, mayor que los estudiantes
que vivíamos allí y que trabajaba en la escuela de arte Maestro Mateo, veía yo
como luchaba con ella para entrar por la fuerza en su habitación. Nunca supe lo
que sucedía cuando él conseguía adentrarse. Si fuera ahora, con el “me
too”, el manco y yo tendríamos problemas; bueno, mejor dicho, él porque yo era
menor.
También estaba un joven camionero. Cuando
pasaba algún fin de semana en la pensión porque no trabajaba nos invitaba a ir
con él al barrio del Pombal, famoso barrio de prostitutas en Santiago de
Compostela. Éramos tan jóvenes que nos quedábamos a la puerta de los bares mientras
él tomaba algo dentro con las chicas más bien entradas en años. Recuerdo que
había una muy famosa en el barrio (quería poner el nombre, pero no lo hago,
aunque probablemente ya se haya muerto), que cuando paseaba por la tarde hasta el
hospital provincial que estaba cerca del barrio algunos de los estudiantes que
esperaban fuera, en la puerta del hospital, entraban antes de que ella se
acercara porque tenía la costumbre de saludar, a los que conocía por algún servicio
previo, levantando la mano.
En La Salle estudié cuarto y reválida,
quinto, sexto y reválida, y preuniversitario. No sé si fue en quinto o sexto
curso cuando la dirección del colegio envió una carta a mis padres para que
fueran a hablar con el director, en la que decía que yo “hacía o llevaba una
vida que dejaba bastante que desear”. Conmigo delante le dijeron a mi madre que
a veces faltaba a clase, que no iba a misa algunos domingos, que estudiaba
poco, qué fumaba, y seguro que alguna otra cosa más que no recuerdo. Era
verdad, pero no como para escribirle aquella carta a mis padres que tanto les
había preocupado. Incluso, pensaron si me echarían del colegio.
(Ya he dicho, en el primero de
estos escritos, que lo hago para que cuando se me vaya la memoria, si no
me voy yo antes, pueda recordar cosas de mi juventud al leerlos).
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