Uxía, mi amor






“Los niños adivinan qué personas los aman. Es un don natural que con el tiempo se pierde” (Charles Paul de Kock)






    La chica que te acompañaba a la guardería cuando parecía llegar el verano, después de la lluviosa primavera de 2018, y cuando hacía poco que habías cumplido los dos años, te decía que me dijeras te amo, mientras ella grababa las voces con el móvil. Y dijiste: “amo… belo… amo”. Enseguida pensé que ojalá tardaras mucho en amar a alguien que no fuera tus padres, hermana, abuelos o tíos. Tu abuela y yo oímos esa grabación mil veces.
    Unos días antes habíamos ido a verte, bueno, a veros a ti y a Valentina a La Coruña, desde Quilmas, antes de irnos para Orense. Hiciste algo que me encantó. A tu abuela no tanto. Por eso me entristecí (bueno, esto te lo digo porque cuando tú lo leas, ya antes, mucho antes, lo han leído tu abuela y tu madre).
    Ibais Valentina y tú con tus padres para el parque, y tu abuela (aún no eras de capaz pronunciar bien su nombre, pero, como tú lo decías, aún sonaba más bello) y yo nos acercábamos por detrás en silencio para sorprenderos. Tu abuela se adelantó. Tú ibas detrás de tu hermana, giraste cabeza, la viste y comenzaste a correr hacia ella riendo, muy contenta. Ella te esperó de pie, bajándose un poquito, con los brazos abiertos, feliz. Cuando estabas llegando a sus brazos, me viste, cambiaste la dirección, le diste un esquinazo, y corriste hacia los míos. A ella no le gustó nada y lo contó después a muchos conocidos: “os voy a contar lo que me ha hecho Uxía”. A mí, me hiciste muy feliz. Ella te perdonó enseguida.
    Ya ves lo que dice la frase que encabeza el escrito. Lo que hiciste ese día y seguiste haciendo después, es lo mismo que hizo, cuando tenía tu edad, tu hermana Valentina. Prefería ir a mis brazos, y en alguna ocasión incluso mejor que a los de tu madre o tu padre. Yo les citaba esta frase para que entendieran porque elegía mis brazos. Tu madre contestaba: “¡si hombre, tú le quieres más que yo y que su padre!”.
    También cuando estabas con tus abuelos paternos, te ibas más contenta a los brazos de tu otro abuelo. Me dijo que cuando estuviste en Madrid con él, un poco después, se celó porque lo llamabas por mi nombre.
    No sé cuántos años te seguiré viendo, Uxía, pero ojalá conserves esta encantadora belleza. Tu madre y tu abuela dicen que eso no es importante. Sin embargo, yo creo que sí. Has sido muy afortunada, lo mismo que tu hermana. Dice un amigo mío que tus ojos y tu mirada se quedan con uno. Hace unos días le enseñé la foto con el traje de neopreno que te habían puesto tus padres mientras veraneabais en Ericeira, ese maravillo pueblo costero de Portugal a cuya playa acuden muchos surfistas y donde tan bien te lo pasaste, y me dijo: es guapísima, bellísima. No hace falta que me lo diga nadie. Tu belleza es inigualable. Y tu mirada cautiva.
    ¿No tienes ninguna falta? Yo no te la encuentro, pero tu abuela dice que tienes mucho carácter y que siempre quieres salirte con la tuya. Entonces aprovecho para decirle que eres vikinga, como tu hermana, pero que el genio te viene de Porto de Sanabria, como el de tu bisabuela, madre y abuela. Pero las cuatro sois maravillosas, aún con genio.
    Hace poco llamaron a tu madre de la guardería para decirle que habías mordido a un niño por no haberse levantado de la silla para dejarte el sitio. Tu abuela dijo enseguida: algo le haría él. Sabes, Uxía, los abuelos siempre defendemos a los nietos, aunque no tengáis razón. También le has a mordido a Valentina más de una vez, sin tener razón. Y cuando dices que no, casi gritando, cualquiera se atreve a llevarte la contraria. ¡Qué carácter!
    Te quiero muchísimo, Uxía. Y te querré siempre, todos los días, tanto o más que aquel que me dijiste: “belo… amo”.


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