En la escuela



“El agradecimiento es la parte principal de un hombre de bien” (Francisco de Quevedo)




    (Ya sé qué hay que hablar mucho de las cosas, poco de los demás y nada de uno mismo. Pero lo hago como agradecimiento a dos personas muy importantes en mi vida y a sus familiares. Una, Don Juan, el fenomenal médico con la pierna de palo que me curó la peritonitis con penicilina, y la otra, Don Marcelino, el maestro de escuela que convenció a mis padres para que me estudiaran)

    Creo que tenía cuatro años cuando pisé por primera vez la escuela que había en Curra, una pequeña aldea del ayuntamiento de Carnota (La Coruña), a la que acudían los niños de Curra, Panchés y Quilmas.
    Mi madre y yo vivíamos en el primero, el único piso sobre la planta baja del edificio de la escuela. Allí debería vivir el maestro. Como él tenía una buena casa cerca de la escuela, probablemente nos la dejaron para vivir allí mientras se acababan las obras de la casa que nos estaban construyendo en Quilmas. No sé si nos cobraban arrendamiento. Tal vez no, ya que la mujer del maestro estaba emparentada con mi madre. Mi padre había tenido que emigrar a Montevideo para ganarse la vida y enviar cuartos todos los meses para construir la casa de Quilmas.
    Cuando tenía un año estuve entre la vida y la muerte debido a una peritonitis causada por una apendicitis. Dos médicos discutieron si llevarme a Santiago o tratarme allí. Al final decidieron tratarme en la casa de la escuela, con penicilina, que el maestro Don Marcelino me inyectaba cada cuatro horas. A mi madre se le había muerto el primer hijo a los pocos días de nacer. Se pasó días y noches llorando hasta que vio que ya estaba fuera de peligro. El que decidió tratar mi peritonitis en casa fue Don Juan, el excelente médico con una pierna de palo por haberse caído del caballo y fracturado el fémur cuando iba a atender un parto al Ézaro, un día después de la celebración de su boda.
    Solo recuerdo del primer año que pisé la escuela ―en aquella época los niños empezaban la escuela a los cinco o seis años, pero como yo vivía allí el maestro me dejó comenzar antes, tal vez también por el parentesco de mi madre con su mujer― que los niños mayores se reían de mí y me decían “botas sin home” porque era invierno y llevaba puestas unas que me llegaban a la rodilla, forradas en su interior con pelo de oveja, que mi padre me había enviado por alguien que había venido de Montevideo.
    A los seis años fui a vivir a Quilmas con mi madre, a la nueva casa. Mi padre todavía no había vuelto de Montevideo. A esa corta edad ya conocí la envidia. Mi madre me adoraba. Mi padre seguía enviando dinero cada mes desde Uruguay y a mi madre le gustaba que fuese bien aseado y vestido a la escuela. Por esto y otras cosas tenía roces con los compañeros que caminaban todos los días conmigo para ir de Quilmas a la escuela de Curra. Sufrí acoso, tan de moda ahora. Algún día le dije a mi madre que no quería ir a la escuela por este motivo, ¡con lo que a mí me gustaba ir a la escuela! 
    En la escuela, con pupitres de madera de cuatro o más plazas y bancos corridos para sentarse, había delante una mesa de madera más amplia y alta con dos sillas, donde el maestro sentaba a los mejores estudiantes. Allí nos sentábamos un niño de Panchés y yo. Él era muy inteligente pero no siguió estudiando el bachillerato al salir de la escuela.
    El maestro, Don Marcelino, durante las clases de mañana y tarde atendía también las fincas de su mujer. A veces se iba a los prados a recoger leña o a trabajar en las fincas y nos dejaba solos en la escuela. Cuando volvía, lo habitual era que la mayoría de los alumnos estuviese jugando y gritando de pie encima de las mesas Entraba, y, a los que había visto por las ventanas de la escuela montando más follón, los ponía de pie delante y con una vara de madera les daba en las palmas de las manos o en las nalgas. También recuerdo los nudillos de sus limpias manos, con mucho pelo en las falanges, que a veces utilizaba cuando se cansaba de utilizar la vara de madera. A mí me castigó muy pocas veces.
    Cuando tenía ocho años les dijo a mis padres que debían estudiarme. Mi padre, que ya había vuelto de Montevideo y había comprado con un socio un barco de pesca de bajura, no estaba por la labor. Mi madre le convenció. Ella quería que fuese médico, aunque sabía que tendrían muchas dificultades para pagarme los estudios.
    Comencé a preparar con Don Marcelino, cuando tenía nueve años, durante el verano por las tardes en la escuela, ingreso y primero de bachillerato. Fui a examinarme en septiembre, poco antes de cumplir los diez, al Instituto Gelmírez de Santiago de Compostela de ingreso y primero de Bachillerato…

(¿Continuará?)

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