Cartas a mi nieta
Con fiebre
“El amor es un verdadero acceso de
fiebre, con la diferencia de que ésta comienza con frío y termina con ardor,
mientras que el amor sigue el camino contrario” (Friedrich Weber)
Tres días antes de San Martín habías
cumplido catorce meses. Como el 11 de Noviembre, día de San Martín, es festivo
en Orense tu abuela y yo decidimos hacerte una visita y nos marchamos a La
Coruña. Ella te había comprado unos vestiditos preciosos en Montreal y
queríamos dárselos a tu madre. Pero fuimos, sobre todo, porque teníamos muchas
ganas de verte.
Tu madre nos dijo si podíamos estar a las
13:15 en la guardería, para recogerte. Estábamos en Ikea y nos fuimos sin comprar
nada, casi sin ver nada. Para nosotros, en aquel momento, estar contigo era lo
que más deseábamos y no aceptaríamos todo lo que pudiesen ofrecernos en Ikea
por dejar de verte.
Llegamos antes que tu madre. A la encargada
de la guardería le enseñé incluso el DNI, pero nos dijo que no podíamos llevarte
sin hablar antes con tu madre por teléfono. Hablaron con ella y les dijo que
sí, que éramos tus abuelos. Firmé y nos dejó pasar a verte. Tus compañeros todavía
estaban comiendo el postre pero tú ya habías acabado. Estabas en los brazos de
una cuidadora, que no dejaba de besarte. Al vernos, nos conociste y comenzaste
a reír y a mover los brazos y las piernas, como haces siempre cuando estás
contenta, feliz, que es casi siempre. Te cogimos en brazos, pasabas de los del
uno al otro -cómo casi siempre, preferías los míos- y no dejábamos de sonreír y
besarte. ¡Cuán felices nos haces!
Pero al salir fuera de la guardería te noté
algo rara. Le comenté a tu abuela si tu madre te habría dado algún medicamento
o si sería porque te estabas haciendo mayor. Porque estabas un poco menos activa,
menos viva, que otras veces. Tal vez tuvieses sueño, porque después de comer
duermes en la guardería.
Mientras comíamos en casa con tu madre
dormiste una siesta de casi dos horas. No solías dormir tanto. Además, tuvimos
que despertarte. Y de nuevo, tu despertar no fue como el de otras veces. Te reías,
pero no movías los brazos y las piernas, ni echabas esos maravillosos chillidos
de alegría. Después salimos contigo a la calle. Al volver, merendaste bien. Nos
fuimos. No dejamos de hablar de ti todo o casi todo el tiempo que duró el viaje
de regreso a Orense, como imagino harán todos los abuelos que aman a sus
nietos.
Al llegar a casa, por la noche, y al día
siguiente por la mañana continuamos hablando de ti. Vimos la foto que te hizo
tu madre con el móvil cuando salías para la guardería de la mano de tu padre.
Estabas guapísima, pero no sonreías como haces casi siempre cuando te retratan.
Unas horas después tu madre fue a buscarte
porque le avisaron de la guardería que habías tenido fiebre y le preguntaron si
podían darte un antitérmico. Recordé que unos días antes tu madre nos había
dicho que eras la única que estaba en la guardería porque tus compañeros habían
quedado en casa por fiebre. Le habían dicho que eras la más fuerte. Ya habían
regresado, y, antes o después, habías sido infectada como los demás.
Ahora ya dicen los pediatras que no se
deberían llevar a los niños a las guarderías hasta el año y medio de edad. Donde
mejor estáis los niños de tu edad es en casa, con la madre y el padre, o con
una cuidadora si los dos trabajan. En las guarderías podéis sufrir, durante el
otoño e invierno, hasta seis o más infecciones de vías respiratorias altas (catarros)
con fiebre, mocos y tos. Aún no acabáis de pasar una y ya estáis con otra.
Y esto no es el único problema. Porque estas
infecciones inocuas pueden complicarse con una infección pulmonar (neumonía) y
porque otras, si los padres os llevan al médico, pueden recomendaros
medicamentos no indicados para este tipo de infecciones, como antibióticos,
broncodilatadores y corticoides inhalados. Esto último se debe fundamentalmente,
como conocerás cuando seas mayor, a la relación impropia de los médicos con la
industria farmacéutica.
Tu madre por la tarde se asustó porque la
fiebre se había elevado a 39,1º. Te llevó a urgencias, le dijeron que padecías
una infección de vías respiratorias altas y le recomendaron un antitérmico, y
un jarabe con un broncodilatador y un antihistamínico que le dije a tu madre
que no te lo diera.
Sabes Valentina, la gente se asusta mucho
con estos dos síntomas: la tos y la fiebre. Y no deberían asustarse. Son
molestos, como el dolor de muelas, pero lo importante es la enfermedad que los
causa. La fiebre y la tos, en estas infecciones víricas de vías altas
respiratorias, son mecanismos defensivos del organismo ante la infección que
está sufriendo. La tos al principio es seca y luego productiva, para expectorar
las flemas que se producen en los bronquios a causa de la inflamación producida
por la infección. No se deben dar antitusígenos, no solo porque no hacen nada
sino porque pueden tener importantes efectos adversos. La fiebre también es una
parte importante de la defensa del cuerpo contra la infección. Muchos bebés y
niños presentáis fiebre alta con enfermedades virales leves, como la que te
está afectando. Pero la fiebre está luchando a tu favor, no en tu contra.
Recuerdo que un pediatra de La Coruña, con
poca paciencia, cuando las madres le llamaban reiteradamente por teléfono, después
de haber estado con sus hijos en la consulta para decirle que no les pasaba la
tos a pesar de haberles recomendado más de un jarabe, les decía que le hicieran
lo que Calígula a su sobrino. Ellas creían que sería algún buen remedio para la
tos y le preguntaban que le había hecho. Él les contestaba que mandó cortarle
el cuello porque la tos del sobrino no lo dejaba dormir por la noche. Imagino
que las madres no volvían a llamarle ni volvían a la consulta con sus hijos.
Un día después, llegaste a Orense para
pasar con tus padres y con nosotros el fin de semana. Te esperábamos en el
portal. Al sacarte de la sillita en la que venías sentada dentro del coche nos
dimos cuenta enseguida que no eras la de siempre. Tus mejillas estaban muy
coloradas y la frente muy caliente. La temperatura era 39,6º y tenías
escalofríos. Te dimos paracetamol, en la dosis recomendada para tu peso, y te
pusimos unas toallitas húmedas en la frente, que no te gustaron. Tomaste el
biberón y dormiste. Durante la noche tuviste accesos de tos y te despertaste
alguna vez por haber perdido el chupete, que probablemente tu misma echabas
fuera para respirar por la boca por tener la nariz muy taponada.
Al día siguiente te despertaste con fiebre
y volvimos a darte un antitérmico. Al levantarte, después de haber tomado el
paracetamol, te reíste, tocaste las palmas, echaste esos chillidos tan
característicos, bailaste con la música moviendo las caderas, echaste la lengua
repetidamente haciendo ruido con los labios… Seguiste mejor por el día pero por
la noche volviste a tener más de 38º. Tu madre ya se puso nerviosa porque era
el tercer día con fiebre. Me dijo que te auscultara. Una de las cosas que más nervioso
me pone es cualquier enfermedad, por leve que sea, de alguien de la familia. Lo
hice de mala gana. Estaba seguro que no tenías infección pulmonar, pero aun
así, tenía miedo que al auscultar tus pulmones oyera crepitantes -ruidos
respiratorios que oímos los médicos con el fonendoscopio al auscultar lo
pulmones, como el que hace el cabello al rozar unos pelos con otros por encima
de la oreja-, que podría indicar la existencia de neumonía y, aunque también es
más frecuente en los niños de tu edad que estuviese causada por un virus, a ver
como convencía a tu madre que podrías curarte sin tomar un antibiótico. La
auscultación de tus pulmones fue clara, normal. Incluso lloraste un poquito y
como decía Don Juan, aquel excelente médico con la pierna de palo de mi
ayuntamiento que me enseñó a auscultar recién terminada la carrera, se oyen mejor
los ruidos respiratorios en los niños cuando lloran.
Un día después te despertaste fenomenal,
sin fiebre. Ya eras tú. Tan avispada y maravillosa como siempre; lo más, como
dice que eres tu tío padrino, que te adora. Lo mismo que te adoramos el resto
de la familia. Te lo mereces.
Por la tarde te fuiste con tus padres para
La Coruña. Por la mañana del día siguiente ya te llevaron de nuevo a la
guardería y te aplaudieron las cuidadoras al entrar. Al sentarte, comenzaste a
golpear el tablero de la mesita con las palmas de las manos y a sonreír. Le
dijeron a tu madre, una vez más, que eras la alegría de la guardería.
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