Llevábamos trece meses juntas...



“Los hijos son las anclas que atan a la vida a las madres” (Sófocles)

    Hace poco se incorporó mi hija a su trabajo, después de haber estado cuatro meses de baja por maternidad. Le pregunté cómo se sentía unos días antes de hacerlo. Me contestó: “no muy bien, porque llevamos treces meses juntas, sin separarnos la una de la otra”. Y me hizo pensar y recordar.

    Me hizo pensar que para que su hija, mi nieta, esté tan viva, tan despierta, tan guapa, tan maravillosa, ha sido fundamental su madre. También, aunque menos, lo fue su padre, ya que sin él Valentina no sería Valentina. Pero mi hija estuvo alimentándola, cuidándola, acariciándola durante nueve meses, desde el mismísimo momento que fue engendrada. Y siguió alimentándola, cuidándola después de nacer, acariciándola y estimulándola, sin dejarla un momento, salvo los que pasa con su padre cuando él la saca a pasear, metida en la mochila delante de su pecho y sin parar de besarla, o la lleva a la piscina.

    Y me hizo recordar muchas cosas. Aquella cena de la noche de Reyes cuando nos entregó un sobre como regalo, y dentro del sobre una tarjeta en la que nos decía que íbamos a ser abuelos. El mejor regalo de nuestra vida.

    Lo guapa que estaba, aún más que antes, después de quedar embarazada. Lo mismo que le había sucedido a su madre, en cada uno de los tres embarazos, y aún más con esas manchas marrones en la cara, las melasmas o paño de la embarazada, que tan bien le sentaban.

    El cariño y la felicidad que se le percibía cuando acariciaba su barriga al principio, y aún más, después, cuando comenzó a notar los movimientos y los pies de su hija o su hijo -no quiso saber el sexo de lo que llevaba en el vientre hasta el momento del parto- dándole pataditas.

    El dolor que sentía poco antes del parto, que pronto se desvanecía y cambiaba por una felicidad infinita, que se le notaba en la cara, cuando subía de la sala de partos con Valentina en la cama, a su lado.

    Lo preocupada que estaba después por si ella sola no la alimentaba suficientemente bien, a pesar de que todos veíamos como crecía de día en día, y lo espabilada y guapa que seguía estando.

    Claro que en todos estos treces meses también ha sido muy importante su marido, el padre de Valentina, porque siempre tuvo en cuenta, y estoy seguro que lo seguirá teniendo, lo que dijo el clérigo estadounidense Theodore Hesburg: “amar a la madre de sus hijos es lo mejor que un padre puede hacer por sus hijos”.

    Le dije o debí decir a mi hija que si hubiese nacido antes, hace muchos años, seguiría sin separase de ella mucho más tiempo, pero ahora las cosas han cambiado. Las madres trabajan tanto o más que los padres, dentro y fuera de casa. Pero estoy seguro que, aun no pudiendo seguir las veinticuatro horas del día a su lado, será una madre buenísima, como lo fue y lo es la suya.

    Ernest Bersot dijo que hay muchas maravillas en el universo, pero la obra maestra de la creación es el corazón materno. Y le digo ahora a mi hija que recuerde lo que dijo Napoleón: “el porvenir de un hijo es siempre obra de su madre”, y Abraham Lincoln: “todo lo que soy o espero ser se lo debo a la angelical solicitud de mi madre”.



 

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