Norteamérica





"La envidia en los hombres muestra cuán desdichados se sienten, y su constante atención a lo que hacen o dejan de hacer los demás, muestra cuánto se aburren (Arthur Schopenhauer)







    No hace mucho hablaba con una amiga y me decía que al día siguiente se iría a pasar unos días de vacaciones al Sur. Como yo también me iba ese mismo día a Atlanta, y después a Nueva York, se lo dije y me contestó: ¡Uh, que ganas tengo de conocer Nueva York! Le pregunté el por qué y me gustó su respuesta: “porque dicen que allí nadie se fija en nadie, que cada uno anda a su vida”. Unos días antes, otra persona que ya conocía Nueva York me decía que le encantaba esta ciudad y que le gustaría ir allí al menos una vez al año.
    Pero es verdad que no todas las opiniones son como las anteriores. He escuchado a otras decir que allí no irían nunca, que la ciudad está llena de pobres durmiendo en los portales y en la calles, que los americanos son unos prepotentes, etcétera, etcétera, y cuando les preguntaba si habían estado alguna vez en Nueva York todas me decían que no, pero que lo habían escuchado o lo habían visto en la TV.
    He viajado Estados Unidos y Canadá una o dos veces al año los últimos veinte años, para asistir a conferencias médicas las más de las veces y las menos de vacaciones, y son los países a los que viajo de mejor gana. En San Francisco, San Diego, Nueva Orleans, Chicago y Nueva York, he estado más de una vez. A esta última, “la ciudad que nunca duerme”, cuantas más veces voy más me gusta, y más aún que la ciudad, su ambiente, sus gentes.
    En esta última ocasión al despegar de Madrid hacia Miami, con destino a Atlanta, donde se celebraba el congreso del Colegio Americano de Médicos del Tórax, tuve la suerte de sentarme al lado de un español con doble nacionalidad, española y estadounidense, que llevaba viviendo en Miami más de 20 años. Ya estaba él sentado en el asiento de la ventanilla cuando yo me asenté en el del pasillo. Lo primero que hizo fue algo muy habitual de los americanos, y que raramente hacemos los españoles: después de hacer varias llamadas y dejar mensajes telefónicos, se presentó sonriendo, diciéndome su nombre y apellido, y dándome la mano.   
    Nos pasamos el viaje hasta Miami hablando casi todo el tiempo, y cuando no conversábamos era porque él estornudaba y se sonaba la nariz por el resfriado que sufría -y que me contagió-, o porque dormitaba de vez en cuando.
    Era andaluz. Había venido una semana antes a España y había visitado personas conocidas en Madrid y Cariño (La Coruña). En este último pueblo había comido unas mariscadas “buenísimas”. En Miami es imposible comerlo tan bueno; a los americanos no les gusta gastar los cuartos en comida, comen cualquier cosa, me dijo.
    Es verdad. Al lado del hotel donde me hospedé el fin de semana siguiente en Nueva York, en la sexta avenida -otra de las muchas cosas buenas que tienen, nominar a las calles con números ordinales; así no precisan cambiarlos cada vez que lo hace el gobierno de la ciudad, como sucede aquí, y evitan además esos nombres tan largos que no cogen en una línea en los sobres de las cartas-, ejecutivos y gente con muy buena pinta hacían cola en uno de los muchos carritos destartalados que se ven por las calles de Manhattan, donde tres jóvenes turcos preparaban menús de 4 y 6 dólares, que servían en platos de plástico, y ellos tomaban de pie o sentados en los bancos de la calle.
    Mi vecino de vuelo me dijo también que se había dado cuenta que la envidia no había desaparecido de nuestro país. "Aquí en España, entras en un sitio donde haya alguien conocido, y ya aparecen los comentarios, ¡mira este, que se habrá creído! En Estados Unidos no hay envidia, los vecinos no se interesan ni les preocupa nada de lo que hagas, de lo que tengas o como vivas, con tal de que no les molestes”. Me acordé de lo que me había dicho mi amiga que se iba al Sur. Le di la razón y le dije que creía que la envidia es una declaración de inferioridad como expresó Napoleón, y que con respecto a la opinión de algunos españoles sobre los estadounidenses puede venir al dedillo lo que dijo el también francés Jean de la Bruyère, “la envidia y el odio van siempre unidos, se fortalecen recíprocamente por el hecho de perseguir el mismo objeto”.
    Le pregunté sobre lo que a mí siempre me había llamado la atención de los norteamericanos, su falta de sentido del ridículo. Le puse de ejemplo los congresos médicos anuales que se celebraban en Sevilla, adonde venían con frecuencia médicos estadounidenses a pronunciar conferencias; cuando por la noche en las atracciones se pedían voluntarios para bailar sevillanas, ellos eran los primeros que se levantaban a pesar de no tener ni idea de cómo se bailaban. Es verdad que algunos lo hacían después de haberse tomado algunos “finos” de más, pero otros lo hacían estando totalmente sobrios. Me explicó que no tenían miedo al ridículo porque a ellos, en casos como estos, no les importaba absolutamente nada lo que opinasen los demás.
    Le pregunté también acerca del “peligro” que representa China para los EE.UU. Me respondió que los Estados Unidos habían favorecido su desarrollo económico porque era un importante mercado futuro, y no les preocupaba mientras continuasen siendo ellos los primeros en investigación científica y tecnológica, y en creación de patentes. 
    También hablamos de las buenas cualidades y del inmenso poder de los judíos en Estados Unidos. Son muy inteligentes y trabajadores pero no les gusta mezclarse con los demás; atesoran riquezas y después, como ya les ha sucedido más de una vez, los acaban echando de donde viven para quedarse con su dinero, me dijo.   
    En el vuelo a Nueva York coincidí con un dentista jubilado de Tucson y su señora. Me dijeron que ya habían votado por correo a Romney, porque con Obama habían aumentado las personas subsidiadas de 35 a 43 millones en sus cuatro años de gobierno.
    Salí de Nueva York por la noche, 24 horas antes de la llegada de Sandy. Ese mismo día por la tarde, el viento y la lluvia presagiaban la tormenta que llegó poco después.      










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