La culpa siempre es de uno mismo






"Dueños de sus destinos son los hombres. La culpa, querido Bruto, no está en las estrellas, sino en nuestros vicios" (William Shakespeare)









    Era muy niño cuando se murió su madre. Su padre tardó poco más de un año en volver a casarse. Su madrastra y él no se llevaban bien; incluso ella le pegó en alguna ocasión a pesar de ser tan pequeño.
    Una noche, con poco más de cinco años, se marchó de su casa. Se fue solo, caminando más de dos kilómetros, hasta la de su tío, un hermano de su padre, y allí se quedó. Y digo de su casa, porque su madre, antes de morirse, le había dejado la casa y todas las fincas a él, como único heredero.
    Su padre fue a buscarlo en más de una ocasión a casa de su hermano, para que regresara a su casa. Pero su tío y la tía política no dejaron que se lo llevara porque él no quería volver con su padre y la madrastra.
    Y allí, en casa de su tío, creció y se hizo un hombre. Un gran hombre. Los más pequeños de los cinco hijos de su tío, todos más jóvenes que él, creían que era su hermano. A los doce años, o tal vez antes, comenzó a salir a pescar en los barcos de bajura de su tío. Pocos años después, él y sus primos se encargaban de salir solos a pescar en las dos embarcaciones que tenía el hermano de su padre.
    Se casó muy enamorado y se fue a vivir a una casita que su tío tenía en El Pindo, ahora O Pindo, ese pueblo maravilloso que se quemó el verano pasado. Un año después nacía su hijo. Poco después emigró a Montevideo.   
    En Montevideo trabajó duro. Todos los meses le giraba el dinero que ganaba a su mujer. Con este dinero pudieron construir una vivienda en la finca de la vieja casa que le había dejado su madre. Casi la estrenó él, años después, cuando regresó a España. Al volver, compró un pequeño barco a medias con un señor del pueblo que también había estado emigrado en Montevideo. Unos años después se separaron y navegó como maquinista en barcos de carga españoles. Pero como a él lo que le gustaba era la pesca por la costa compró una pequeña embarcación, a la que llamó Paz y Parada. Hasta su jubilación, con tres marineros del pueblo, salió a pescar, verano e invierno, sin descanso, todos los días que el tiempo lo permitía.
    Con dificultades, pudo costear la carrera de medicina de su hijo. Pero siempre estaba contento y nunca se le oía lamentarse, quejarse. Tal vez su alegría se debía a que seguía enamorado de su mujer, y estaba loco por su hijo, por sus nietos, y por su nuera. Nunca habló de sus dificultades o problemas. Lo de su infancia me lo contó pocos años antes de morir.
    Cuando su mujer, ya con demencia senil, ingresó en una residencia de ancianos, le propusimos que se viniera con ella para la misma residencia, pero él no quiso dejar su vivienda de la aldea. Con oxígeno, por culpa suya y del maldito tabaco, cocinaba y hacía las labores de casa. Los días que sus nietos, su hijo e hija política lo visitaban, era el hombre más feliz del mundo. A veces nos recibía sentado en el vestíbulo de su casa. Otras veces estaba en la cocina, con el tenedor en la mano, preparándose para freír las "costilletas" y las patatas que había mondado y cortado antes. Sus nietos le decían que nadie freía las patatas y las chuletas como él. ¡Cuánto le gustaba! Y también tenía casi siempre camarones, centollas, nécoras o percebes, que compraba, aunque no le sobraba el dinero, porque sabía lo mucho que le gustaban a su hijo y a sus nietos.     
    Desde muy pequeño tomó decisiones ante los problemas, sin asustarse ni quejarse. Unas más acertadas que otras, probablemente, pero nunca le oí lamentarse de ninguna de las que había tomado a lo largo de su vida. Nunca culpó a nadie ni tampoco a sí mismo. Y fue feliz. Los últimos años, para serlo, le bastaba con adorar a sus nietos. Ellos también le querían y admiraban muchísimo. 
    La vida son problemas. Unos detrás de otros. De cómo resolvamos la mayoría y de cuánto trabajemos dependerá que vivamos mejor o peor. Contentos o lamentándonos. Felices o disgustados.
    Le contaba aquí mismo, no hace mucho, lo que nos decía el doctor Juan Brenlla Losada, profesor de psiquiatría, a los alumnos de medicina, allá por los 70 del siglo pasado, cuando nos explicaba la frustración: la culpa nunca es de los demás, siempre es de uno mismo. Y cada vez estoy más de acuerdo con estas palabras. Echar la culpa a los demás, o a la mala suerte, es lo fácil, pero no es verdad. La culpa siempre es de uno mismo.

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