Aquel maestro
“Lo que el maestro es, es más importante que lo que enseña” (Karl A. Menninger)
Los profesores
de ahora no se parecen en nada a los maestros de antes, al menos al que yo
conocí. Estoy seguro. No es que los de ahora sean todos iguales. Tampoco lo
eran los de antes. Tampoco eran iguales antes todos los médicos ni lo son ahora.
Tuve la suerte de tener un maestro de
escuela extraordinario. Y quiero rendirle un homenaje ahora, ya que antes de su
muerte no tuve la cortesía de darle las merecidas gracias. Tal vez porque no me
di cuenta de la importancia que tuvo en mi vida.
Era el maestro de la escuela de Curra,
aldea del ayuntamiento de Carnota, en La Coruña. La escuela estaba en un
pequeño edificio o casa. Estaba en la planta baja. Mi madre y yo vivíamos en la
primera planta del edificio. Nos la había dejado el maestro, mientras mi madre
construía la casa de Quilmas, aldea a un kilómetro y medio de Curra. Mi madre
había nacido en Curra y mi padre en El Pindo. Yo también había nacido en El
Pindo.
Mi padre había emigrado a Montevideo
(Uruguay) cuando yo tenía solo un año para trabajar duro y poder construir la
casa de Quilmas. Por eso nos fuimos mi madre y yo a vivir a Curra, donde estaba
su familia. La casa de El Pindo, hoy O Pindo, donde había nacido, era de un tío
de mi padre. Ese tío de mi padre, Rafael, tenía un barco pesquero en el que
trabajó mi padre hasta que emigró a Montevideo.
A la escuela se comenzaba a asistir a los
seis años, pero cómo yo vivía en el mismo edificio comencé a asistir a los
cuatro años. Todos los niños eran mayores que yo.
El maestro, Don Marcelino, así le
llamábamos todos los alumnos, vivía en una casa preciosa de piedra a pocos
metros de la escuela. Tenía muchas fincas. A veces nos dejaba solos en la
escuela para ir a buscar leña a alguna finca para cocinar y al regresar
encontraba a muchos de los alumnos gritando y jugando encima de las mesas de
madera de la escuela. Casi siempre eran los mismos. Los veía por la ventana y
al entrar en la escuela cogía la varita de madera ―no sé que clase de madera
era, pero recuerdo que tenía nudos― y golpeaba con ella en las manos o en el
culo de los que sorprendía gritando y jugando encima de las mesas. No sé si a
mí también me dio alguna vez. Recuerdo muy bien sus manos limpias y cuidadas,
con pelo en las primeras falanges de los dedos, con las que golpeaba con la
barita y utilizaba para coger la tiza blanca para escribir en el encerado.
Todos los alumnos le tratábamos de usted. No
había tuteo, ni se le llamaba “tío” como al parecer se estila ahora en algunas
escuelas o colegios. Y cuando castigaba a algún alumno, ningún padre iba después
a protestarle a la escuela.
Las mesas de madera estaban unidas a cada
lado del pasillo con asientos también unidos. Solo había una mesa única mayor
en la parte delantera izquierda de la sala que era la que estaba más cerca del
encerado, con dos sillas separadas. Allí era donde se sentaban los dos mejores
alumnos o que estudiaban más. Don Marcelino nos sentó en las dos sillas a mí y
a Juan Manuel, un niño muy inteligente de Panchés, aldea también cercana a
Curra, que no siguió estudiando al terminar la escuela.
Mi padre regresó de Montevideo cuando yo
tenía nueve años. Quería que fuese marinero como él, pero mi madre quería que
fuese médico. Y lo fui porque Don Marcelino los animó para que siguiera
estudiando porque según él valía para eso.
Aún no cumplidos los diez años, durante el
verano, Don Marcelino me preparó en la escuela como único estudiante para examinarme
de ingreso y primer curso de bachiller en el Instituto Nacional Masculino de
Santiago de Compostela (no sé si se llamaba así exactamente). Solo suspendí la
gimnasia porque en la escuela de Curra no hacíamos gimnasia y yo era gordito y
no logré subir la cuerda.
Luego estudié los cursos segundo y tercero
de bachiller en el Instituto Nacional de Corcubión y desde cuarto curso hasta
preuniversitario, curso que seguía a sexto y reválida, estudié externo en el
Colegio La Salle y vivía en una pensión cercana.
Y fui médico también porque Segundo Rey,
hermano de Don Marcelino y dueño del ultramarinos de Quilmas, animó a mi padre
y a mi madre diciéndoles que les aplazaría el pago de las redes de pesca que tuviesen
que comprar hasta que pudiesen abonarlas, después de pagar las mensualidades del
colegio La Salle y la pensión en Santiago de Compostela. Por los temporales o
vendavales en invierno de aquella zona a veces los marineros pasaban semanas
sin poder salir a pescar.
Gracias a Don Marcelino y a su hermano mi
padre cambió de opinión y, a pesar de dificultades económicas que pasaron en
muchas ocasiones para pagar las mensualidades del colegio La Salle y la
pensión, pude terminar la carrera de medicina a los veintidós años.
Ejercer la medicina, al menos para mí, no es trabajar porque disfruté todos los días ejerciéndola desde que finalicé la carrera y sigo disfrutando. Por eso, mi agradecimiento enorme a Don Marcelino y a su hermano, Segundo Rey, ya fallecidos.
clinicajoaquinlamela.com
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