En recuerdo de mi amigo Francisco Vega La-Roche

 
 
 
 
 
 
"La vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos" (Cicerón)
 
 
 
 
 
    Eran las tres de la mañana más o menos cuando sonó el teléfono de casa. Me llamaba la enfermera del hospital para decirme que te habías agravado por la noche y que habían avisado al médico de guardia.
    Cuando llegué al hospital estabas adormilado y respirabas con dificultad, moviendo el tórax y el abdomen descompasadamente. Cogías con tus dos brazos la almohada que ahora estaba casi paralela a tu cuerpo. Abriste los ojos, me reconociste y me preguntaste si ya había ido a correr. Te dije que no, que era muy temprano y que durmieras. A pesar de tu respiración dificultosa no te quejabas. Cada poco te quitabas la mascarilla de oxígeno y yo te la volvía a colocar diciéndote que no te la podías sacar. Cada poco abrías los ojos y me mirabas. Una o más veces levantaste la mano derecha y moviste los dedos para saludarme, un gesto muy característico tuyo. 
    Fuiste mejorando algo durante las horas que te acompañé hasta que llegó Gloria, mi mujer, y después, Obdulia, la tuya. Le habíamos dicho a la enfermera de noche que nos avisaran a nosotros si te agravabas, que no llamaran a tu mujer.
    El mismo día de tu muerte le oí a un médico decir a Obdulia que para él había sido un  honor haberte conocido. Era uno de los médicos que nos acompañó hace muchos años a Quilmas, a casa de mis padres, para comer una mariscada. No sé si recuerdas cómo él y los demás invitados se extrañaron que tú dijeses que no te gustaban los "cangrejos". Mi padre se había “pasado”, y por el suelo de su casa se movían las centollas, lubrigantes y nécoras; solo estaban quietos los percebes y los camarones. Mi padre te coció una lubina y no probaste los "cangrejos". Ya habías estado anteriormente en su casa con Obdulia y tus hijos, y a mi padre le bastó muy poco tiempo para conocer tu señoría. Sí, Paco, sí, reafirmo lo dicho por el otro médico: Yo también doy las gracias a la fortuna por haberme permitido conocerte.
    ¿Qué dónde te conocí? Probablemente en el servicio de Anatomía Patológica, cuando iba por allí contigo a examinar biopsias de los enfermos a mi cargo, donde también estuvo algún tiempo el patólogo José Rodríguez Castro, íntimo amigo mío, que se había venido como yo del Hospital Valdecilla de Santander. Y fuimos haciéndonos amigos con el paso del tiempo, mientras tomábamos café juntos en el bar del hospital por las mañanas. Me maravillaba como escuchabas a todos los compañeros médicos sin casi abrir la boca. Pensaba en esos momentos que tú sí sabías por que nacimos con dos oídos y sólo una boca. Más adelante, me reí mucho cuando me dijiste que no era del todo así. Me contaste que los médicos somos muy vanidosos, unos más que otros claro, y a algunos les encantaba hablar contigo porque tú les escuchabas y casi no hablabas. Pero lo que no sabían es que a los pocos minutos, aunque no lo parecía, ya no los estabas escuchando sino pensando en tus cosas. Aunque nunca te lo dije, estoy seguro que también lo hiciste alguna o muchas veces conmigo. ¡Ah!, se me olvidaba decirte que esta cualidad se la transmitiste a tus dos hijos. El otro día vi como uno de ellos escuchaba pacientemente a un médico conocido tuyo una disquisición filosófica sobre el alma y el cuerpo durante varios minutos sin abrir la boca.
   ¿Y qué me dices de tu educación tan excelente? Gloria ya me lo había dicho muchas veces antes pero estos últimos días que te acompañamos en el hospital no paraba de recordármelo. Y conocimos a tu hermano Diego, el siguiente a ti de los cinco que sois, que tanto se te parece, y lo mismo me decía de él. ¡Qué clase! Cuando Gloria me dice eso siempre me disculpo diciendo que en la aldea no pude recibir la educación que recibisteis vosotros. Y recordé lo que me contaste. Qué en tu casa, al terminar de comer, estaba prohibido que los hombres se levantasen para recoger la mesa, ya que eso era cosa de mujeres. Ya, ya sé que esto no tiene nada que ver con la educación, pero aunque no conocí a tu padre estoy seguro, por los hijos que tiene, que debía ser también un gran hombre, no por no permitir que los hombres no pudieran recoger la mesa -hoy le dirían que su comportamiento era machista- sino por como sois sus hijos. Uno de los días que te visité te dije cuando me iba que te daría un beso pero que no lo hacía porque no te gustaba mucho lo de los besos. Y también te dije que al menos besaras a tu hijo que estaba en ese momento en la habitación. Me volviste a recordar lo que ya me dijiste más veces. Que vuestra educación, la tuya y la de tus hermanos, había sido muy seria, casi espartana, y que tus padres tampoco eran besucones.
    Estos días me contó tu hermano Diego que él era más trasto que tú. Y me dijo: "A Paco le decían mis padres, que se sentara y no se movía hasta que le decían que se podía levantar”. Aunque Wissam -no sé si se escribe así-, tu hermana pequeña, le dijo a Gloria el otro día que una vez llegasteis Diego y tú, cuando eráis muy jóvenes, bebidos a casa. A mi mujer le extrañó tanto que le preguntó si estaba segura que eras tú.
    Recuerdo muy agradablemente nuestras reuniones en vuestra casa o en la nuestra, con meriendas o cenas ligeras acompañadas de vino. A los dos o tres vasos Maru, como tú le llamas a tu mujer, te decía que no debías beber más porque luego te hacía daño y, ¡qué obediente!, no bebías un vaso más.
    Otra cosa, Paco. No sabes lo bien que le caes a mis tres hijos. Eso, para mí, es muy importante. No podría ser amigo de alguien que no les cayese bien. Y me gusta esta característica de los tres: conocer muy bien a las personas que son honestas, honradas, como lo eres tú.
    Pero si como persona alcanzas el grado máximo no menos lo logras como profesional. Me contaste más de una vez lo que pensabas muchas veces al acostarte por la noche: ¿Y si me equivoqué en esa biopsia que informé como…?  Estoy seguro que eso sólo lo hacen los grandes profesionales de lo que sea. Solo dudan y no están seguros los muy inteligentes como tú. Los necios no dudan porque no piensan.
    Paco, no logro hacerme a la idea de que no pueda seguir hablando de vez en cuando contigo y oír tus gracias por la visita. No me importa que no me escuches, que hagas conmigo lo que hacías con aquellos otros médicos (y conmigo) en la cafetería. Pero si no puedo, hablaré de vez en cuando con tus hijos, que tanto se te parecen en todo.
    Muchos abrazos, Paco.
    Quino (mejor "El Rubio", como me llamas)
 
 
 
 
   
 
 









 

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